viernes, 31 de julio de 2009

el precio de la conciencia

¿Cuál es el precio de la conciencia? Ver, animarse a ver. Ver afuera, pero adentro sobre todo. O mejor, ver desde dentro, desde uno mismo el afuera, la realidad toda. Ver desde la singularísima posición que cada uno es. Experimentar. A eso llamo conciencia; a ser uno mismo en ese ver, en ese experimentar.

Ahora me pregunto ¿cuál es el precio de la conciencia?

El árbol es árbol y no lo sabe. Su crecimiento sigue las órdenes de milenios y milenios de evolución. El árbol es su especie y un par de cosas más, la incidencia de la luz, la cantidad de agua, esas cosas. Quizás, como dice Ken Wilber, el árbol tenga también una profundidad, una forma singular, única de experimentar el mundo. Algo que sólo se captara si uno fuera o se pusiese en el lugar del árbol. Pero ese no es el punto. El punto es que el ser humano sí tiene profundidad, su mundo se define por su perspectiva, por su situarse. Es por eso que no hay un mundo, sino tantos mundos como hombres. Esto no es ninguna novedad, lo dijeron un montón.

Desde que el hombre ha accedido al árbol del conocimiento o desde que ha robado el fuego, de acuerdo a qué mitología nos haga de marco (en este punto sería interesantísimo recorrer otras y descubrir este tema que se repite), tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente y parir con dolor. Desde que vemos, desde que sabemos, tenemos un precio para pagar. La conciencia no es gratis; se la hemos robado a los dioses.

¿Cuál es el precio de la conciencia?

Milenios de evolución conviven en mí; en mí está el organismo unicelular, los primeros seres vivos, el cerebro reptílico, el paleomamífero y el neocortex. En mí conviven instinto y libertad. En mí está la planta, que crece porque crece, pero también está esa otra parte, que se sabe creciendo, que lo ve desde afuera, que desea, que pregunta, que proyecta. En mí está la conciencia.

¿Cuál es el precio de la conciencia?

La conciencia no es gratuita; o pagamos la conciencia con la vida o pagamos la vida con conciencia. Algo así como: el ver (ese ver singularísimo, ese crear mi mundo, ese ser mi experiencia) se paga con la vida, nadie sale indemne. Aquél que ve no crece porque crece. Su crecer tiene un sentido, existe un ver que le hace de marco, que le exige, que le interroga. Los profetas lo saben, y la sabiduría popular también, "nadie es profeta en su tierra".

O la vida se paga con conciencia; alguno elige obviar el ver, resignarlo, mirar para otro lado. Ése no hace caso a la interrogación (porque sí, creo que siempre se ve, de algún modo, aunque sea en súbitos arranques de lucidez, brevísimos flashes de realidad) y crece. Crece porque crece. Como las plantas. Ése paga con la conciencia, la resigna en pos de lo que cree llamar la vida.

¿Cuál es el precio de la conciencia?

Yendo un poco más allá esta distinción se me presenta como demasiado escolar, demasiado escolástica. Conciencia o vida. Como todos los dualismos, se presenta útil para la categorización pero alejada de la vida. Falsa.

Profundizando, creo que no hay vida sin conciencia. Vida, vida humana, es aquella en que se crece por una decisión interna. Aquella donde algo, en ese crecer de las plantas, no se encuentra como en casa, algo está desajustado, un quejido sordo que se va gestando, un murmullo que crece hasta hacerse grito. Entonces la planta se hace hombre. Sabe quién es y no quiere negarlo.

El sudor de la frente, el parto con dolor, la desnudez de la vida misma son asumidas con cierto disfrute, con la frente en alto. El crecer es ahora una búsqueda, un intento constante (e insuficiente siempre, claro) por aunar vida y conciencia; la tarea de responder, no en forma discursiva, sino con la praxis ¿cuál es el precio de la conciencia?

domingo, 26 de julio de 2009

agua

¿Qué sos?, escritor.

Un frío le recorrió por dentro, un retraimiento del cuerpo ante lo repulsivo. Escritor, pensó. Tanto venir esquivando ser ingeniero, o abogado o administrador de empresas. Tanta energía en gambetear esa fijación que veía como un desterrarse a sí mismo, para terminar diciendo: escritor. Escritor, vuelo a París (o barco mejor, pero eso hubiese sido en otra época), noches de desvelo, alcohol hasta la borrachera, vivir al límite, siempre con las últimas monedas, ningún trabajo fijo, por supuesto, sólo el ambiguo "escribo", y súbitos ataques de creatividad febril, páginas y páginas en cualquier lado, en el subte, en el baño, en la fila del banco. Si algún analista le hubiera pedido una asociacón libre con la palabra escritor, todas esas ideas hubieran aparecido en su mente. Escritor pensó, ¡qué flor de polotudo! se rió y la imagen en el espejo se lo confirmó: el pelo inflado, los anteojos exageradamente inclinados hacia un lado, el buzo de rugbier que le iba corto. Escritor, rugbier, pensó divertido. Los rótulos agazapados tras cualquier puerta, tras cualquier esquina, conspirando con la fijación, la permanencia, la difinición y ese tipo de palabras con mayúsculas. Recordó las palabras de Isabel a Elena, no creas en las palabras que te ponen los otros, y lo sorprendieron con su simplicidad, con su justeza.
De chico había querido ser astronauta, soldado, semidiós, poeta, político, santo y mil cosas más. De algún modo, en secreto, siempre en el más hermético secreto, se había sabido capaz de esas proezas. Una certeza tenía dentro: él sería distinto. Desmarcarse, romper el molde. Y había también una suerte de reconocimiento, de podio al final de la carrera. ¿Por qué todo eso? pensaba ahora. Algún mecanismo de defensa, un niño que intenta preservarse en un mundo hostil intentando acceder a algún tipo de unidad, un decir-se éste soy yo. Todo eso pensaba mientras se descubría en el espejo cariñosamente pelotudo. Escritor, ja.


Los días ahora se le iban en el ejercicio de soltar. Deshacerse de todo eso, rugbier, escritor, nombres, cosas que había ido acumulando con el tiempo, cosas que habían ido adquiriendo el derecho de nombrarlo. Llegó un momento en que él decía alguna de esas palabras, alguna de esas cosas, y el otro (el interlocutor, el que fuera) se tranquilizaba, como un naúfrago que llegara a tierra firme, ahora está en suelo sólido, ahora sabe. El interlocutor terminaba el cuadro con pinceladas que él miraba desde fuera, sintiéndose ajeno: un poco de color por aquí, otro por acullá y la escena completa, la impresión final. El interlocutor se regocijaba en su obra con la satisfacción de lo completo, con la seguridad de lo acabado. Él miraba entre sorprendido y divertido el producto de la imaginación del otro.
Todo esto maquinaba mientras comenzaba a llover otra vez. Puta lluvía se dijo. Puta lluvia ahora que apareció esa gotera que hasta ayer no estaba. Puta lluvia ahora que se hundió un poco más el pozo en el jardín. Puta lluvia y también bajo toda la lluvia del mundo, el título de ese libro de cuentos de ése que por ser todo era nada (y era él entonces). Genial, pensó, bajo toda la lluvia del mundo. Una lástima, si la hubiera descubierto antes a esa frase quizás sería suya, se decía en esa estúpida lógica de que las palabras se acaban, de que le pertenecen a alguien. Pero se dió cuenta del error, bajo toda la lluvia del mundo estaba ahí, antes de ese libro de cuentos, antes de ese escritor, antes de las palabras. Mejor agarro la campera y salgo a hacer cualquier cosa, decidió repasando los asuntos pendientes como quien busca una excusa: las compras, mandar ese fax, buscar esos papeles. Infinidad de tareas pendientes, indispensables e ínfimas. Salgo mejor, y toda la lluvia del mundo sobre mí, corriendo por mi campera, ingresando por el cuello, por las mangas, empapando las zapatillas, las medias de lana, el pantalón, el buzo corto de rugbier, la remera, los calzones, todo ensopado. La lluvia sobre su piel, entrando por sus poros, por todos sus orificios, llegándole dentro, inundándolo hasta que todo es agua: adentro, afuera, el escritor, el rugbier y entonces se acaban las distinciones, todos flotan, el soldado, el santo, el podio, el cuadro. Agua y más agua, toda la lluvia del mundo.

en el sitio exacto

No sabe si habrá sido la calidez de la comida casera, el calor del fuego o la madurez de poder decirse te quiero con los ojos, con los gestos, con las manos. El hecho es que la pasó muy bien. Al final, casi al unísono, se dijeron que se repita.
Algo así como tomar el camino más largo a casa, pensaba, dar un gran rodeo para llegar hasta aquí cerquita. Estuvieron siempre ahí, al alcance de la mano, pero hoy se encontraron otra vez, después de algunas vueltas de más.
Seguía pensando, quizás fuera una forma de la Naturaleza para asegurar la diversidad de la especie (el hecho de salir, encontrar amores lejos de la guarida), tal vez una necesidad de mortalizar a los padres (matar todo lo que oliera a ellos), también habría algo de metafísica occidental, por qué no, pensaba, esa sensación de que lo auténtico, lo real, lo verdadero, está un paso más allá, al final del camino, tras esa puerta, en ese otro lugar (o lugar otro, si quieren). Sensación hija no de una fe en la solidez de esa suerte de cielo laico sino en la conciencia de la falta de densidad de este mundo de aquí y ahora.
Pero en ese momento, no sabe por qué, y tampoco le importó averiguarlo, experimentaba la sensación de que sus huellas acogían la dimensión justa del tamaño de sus zapatos. Se encontraba a sus anchas en el sitio exacto que delimitaba su pisada.

lunes, 20 de julio de 2009

esperar

Día helado de julio. Sede de algún organismo administrativo -pirámide de papeles y carpetas y fichas húmedas escritas a máquina que conforma el fundamento de aquello en apariencia tan sólido que usamos llamar Estado. Cola sobre la calle. Viento que se cuela hasta las huesos a pesar de las varias capas de abrigo. Una hora de espera. Dos horas. Tres horas. Hace media hora que estoy ocupando la misma baldosa, aún en la calle, a siete u ocho personas de poder entrar al edificio, para acceder al privilegio de ser depositario de un número y comenzar el trámite de veras.
Con los circunstanciales compañeros de fila compartimos ya ciertos guiños de complicidad; ningún diálogo franco más bien un correcto ¿me decís la hora? o un amigable parece que echamos raíces acá. Cosas por el estilo.
De vez en vez se acerca algún desconocido, un extraño a la comunidad de los esperantes: ¿para el pasaporte?, sí, esta fila, lo instruimos con la generosidad del que inicia a un neófito. Alguno rompe nuestras seguridades, para el certificado de buena conducta, ni idea, respondemos perplejos, pero esa cola de ahí es para informes. Allí te van a saber decir. El desconcierto y la reverencia que inspira esta incomensurable mole burocrática nos une en una suerte de solidaridad.
Se acerca una mujer. Algo en mí se alerta. No pertenece los nuestros me digo. Algo en ella me dice que no espera, no es de la comunidad de los esperantes. Me mira, duda, se arrima al muchacho que está delante. No lo mira a la cara, más bien aproxima su hombro y mirando a lo lejos inicia un diálogo en susurros. ¿Estás hace mucho?, hace dos horas y media, desde las ocho, y... decíme, suponéte que alguien te da unos pesos, no sé, cincuenta pesos ponéle ¿no le dejarías tu lugar en la cola?
Me intereso en la conversación. El muchacho está perplejo. Como si lo hubieran descubierto con las manos en la masa. Mira hacia un lado y otro. La señora insiste. Es sólo una persona. Te doy cincuenta pesos. Igual, yo me tenía que ir. A la una entro al trabajo. Ya son las once y pico. Ya no llego. Me tengo que ir igual. La señora entiende el incómodo sí disfrazado. Dale, quedamos así. Esperáme un poquito y nos vamos para allá y te doy lo que es tuyo. Él se queda en la cola. Dice señalando a un nuevo personaje.
Recién en ese entonces me doy cuenta que durante la conversación se ha acercado un pibe; veintipico de años, pelo corto con gomina o algo que lo mantiene en una rigidez calculadamente artificial, remera plateada con alguna inscripción en italiano, zapatillas de moda y campera ajustada, más estética que eficaz. Todo el conjunto adornado con una nariz prominente y una notable cara de boludo. Boludo-vestido-de-boliche-un-lunes-por-la-mañana, inaugura otra categoría de boludos, pienso. Se une al grupo en silencio y con aire de complicidad.
El-muchacho-que-ha-aceptado-el-ofrecimiento, el traidor, ha cambiado su actitud: se mueve inquieto, esquiva la mirada de los compañeros, consulta el celular con una regularidad innecesaria. La señora, en cambio, mira descaradamente a la gente con la actitud impostadamente honrada de quien tiene algo que esconder. Algunos tienen la fastidiosa capacidad de, a pura voluntad, gambetear la realidad una y otra vez, si el rey está vestido, parece afirmar. Su altanería, o este frío y esta espera que ya son insostenibles, me quitan la paciencia. Encuentro sus ojos, sé de tu acción, le digo con los míos. Ella sostiene la mirada y casi con naturalidad pregunta ¿no te molesta, no? Miento. En realidad no es una pregunta. Es de aquellas preguntas que se llaman retóricas por el hecho de afirmar algo como sin querer. Le respondo con los ojos primero, con las palabras después, sí, me molesta. Pero ¿por qué? Si para vos es lo mismo. Su tono tiene algo que me irrita, algo que me rebela, una pretensión de cambiar mi percepción de la realidad, quizás una de las últimas cosas que me quedan en esta puta mañana de invierno. No quieras quitarme este fastidio por esta cola de mierda y este frío mal parido que se me ha subido a todos los huesos del cuerpo desde la planta de los pies. Me molesta porque estoy haciendo esta cola hace tres horas, respondo en un esfuerzo por contener el insulto. Ella no se deja vencer así nomás: Pero para vos es lo mismo, él se va así que no vas a tener una persona más delante. Además ¿qué sabés? Yo le podría haber pedido que me haga la cola. Podría ser ser un familiar... o un empleado. Esta mujer sabe cómo hacerme engranar. Podría haber dicho mil cosas pero ¡justo esa! Por su ropa, por su forma de hablar y por todo eso que hace de presentación de alguien antes que lo conozcamos, el muchacho claramente es de otro clase social. No pertenece a aquellos que pueden pagar cincuenta pesos para evitar una espera. Es de aquellos que perderían otra mañana, que se pedírían otro día en la fábrica o en el taller por cincuenta pesos. Ella dijo todo eso en esa última palabra. Ella dijo: tengo plata por lo tanto tengo derecho. Todo eso dijo y justamente eso me hiere, me da justo ahí, donde me enfurece. Y ella lo sabe. Y ella lo busca. Pero sabemos todos que le acabás de ofrecer cincuenta pesos, denuncio convenientemente alto como para que los compañeros se den por enterados.
Y entonces, el momento crítico, el instante crucial, una de esas encrucijadas donde se tejen nuestros destinos, donde se deciden las vastas extensiones de tiempo que ocupan el espacio restante de nuestras vidas. ¡¿Pero qué te pasa?! ¡¿Qué sabés?! ¡sos un pelotudo! interviene prepotente el boludo-vestido-de-boliche.




Me doy vuelta. Lo miro a los ojos. Todo mi ser es una reacción violenta. Todo yo me contengo en un puño cerrado. Milímetros antes de dejar salir el impulso, un segundo antes de explotar: lo pienso. Y si lo pienso ya está, cagué. Por un pacifismo casi militante, por una tendencia a darle dos o tres vueltas a las cosas en el marote antes de ejecutarlas, por una historia de resultados desfavorables en mis rounds pugilísticos cuando decidí hacer justicia a las piñas o por algunos de esos inescrutables vericuetos del ambiente de crianza, de las elecciones libres, de la historia personal o de aquello que conforme mi personalidad, tiendo a poner la otra mejilla. O más exactamente: a recibir un segundo bife (en la misma mejilla o en la otra, no importa) mientras pienso cómo responder, qué estará queriendo el otro, si de veras me agrede a mí o alguna sombra suya, si conviene actuar así o asá, etcétera. Así como otros tantos segundos cruciales, éste modificó mi futuro. Habláme bien que yo no te falté el respeto, arrojé con una conveniente dosis de amenaza en el tono. Lo que sigue es insustancial en relación a este instante: la fila comenzó a inquietarse. La señora se trenzó con el señor de atrás. El boludo comenzó a amenazar a las chicas lindas que cerraron la discusión con un lapidario sos un ignorante. El tiempo apaciguó los ánimos. Finalmente entramos al edificio. Los números nos fueron concedidos como una gracia. Quinientos cuarenta y cinco para mí. Quinientos cuarenta y cuatro para el boludo-vestido-de-boliche-un-lunes-por-la-mañana.


Dos horas más tarde, frente a uno de los múltiples escritorios de esa colmena estatal, una esperanza de reivindicación, de justicia cósmica, nos iluminó a los esperantes. En el escritorio, la señora descarada y el pibe-pura-nariz sostenían una discusión con una administrativa y su supervisor. No, señora, sin el DNI o la constancia no puede hacer el trámite, por más que ya tenga el pasaje sacado ya. Es imposible. La fila y yo paramos la oreja, atentos espectadores de un forcejeo dialéctico. La señora arremetía seductora primero, amenazante después, seductora otra vez. La administrativa y su supervisor contaban con una tribuna completa de su lado. Con nuestras miradas le transmitíamos nuestro apoyo, le comunicábamos nuestra fuerza. Eran los espartanos intentando detener el ejército asirio, los esclavos que se rebelan contra años de sometimiento, los sin voz que se levantan con la última e insospechada fuerza de su dignidad. Nos miramos con las chicas lindas, si no puede sacarlo dios existe. El mundo va a ser más habitable, decimos medio en chiste y medio en serio. Sonreímos. Seguimos el desenlace de la contienda: los ataques, las defensas, los contra ataques. Finalmente, el ejército administrativo cede: está bien. Son la derrota en persona. Nos miramos los de la fila, no hacen faltan las palabras.


Dios debe estar en cosas más importantes
, intento consolarme mientras espero (con el papelito con mis datos, el DNI y el comprobante en la mano derecha y la resignación dentro) que alguna voz llame al quinientos cuarenta y cinco y por fin, alguna vez, sea mi hora.

viernes, 17 de julio de 2009

descubrimientos de un martes como cualquier otro

Hoy, una mañana cualquiera de martes, descubrí tres cosas; en primer lugar, descubrí una nueva manera de hacer una tortilla. En rigor la receta la descubrí ayer, cuando me abuela me la pasó. Lo que descubrí hoy, con respecto a la tortilla, es que la puedo hacer yo. Este receta tiene tres ventajas fundamentales con respecto a la tortilla de papa tradicional: economía de esfuerzo, economía de huevos y economía de fritangas. Es porque la papa, el ingrediente básico, claro, en este caso no se fríe antes, sino que se ralla, como si fuera zanahoria. Se le agregan algunas otras cositas que haya como, cebolla, ajo, zanahoria, zapallito -todo convenientemente rallado, salvo la cebolla, que se pica bien pequeña- y se condimenta a gusto. A todo esto se le agrega un solo huevo. Un huevo para toda la mezcla, no uno por tortilla. Sale mejor si la sartén se pone sobre un disipador de calor -el clásico tostador es ideal- para que la papa haga tiempo a cocinarse.
Con el plato en la mano aconteció el segundo descubrimiento: hay un sitio en mi casa, cerca de la ventana donde están las macetas con albahacas y oréganos, que, a esa hora exacta de ese preciso día, se puede tomar un baño de sol sentado en la mecedora mientras, por ejemplo, se degusta una exquisita tortilla de papa con que uno mismo se ha sorprendido (a sí mismo, claro).
Con el sol en la cara, el plato en la mano y los pies sobre una silla de paja que oficiaba de posapiés el tercer descubrimiento tuvo lugar: la radio que estaba escuchando no había tenido ni una sólo interrupción comercial, noticiosa o de cualquier otra índole. Sólo música, de la buena, y un locutor que una vez, sólo una en todo el proceso de picar la cebolla, rallar la papa, rallar la zanahoria, rallar el zapallito, romper el huevo, salpimentar todo a gusto, cocinarlo en la sartén sobre la tostadora, descubrir el lugar exacto donde tomar un baño de sol y entonces, sólo entonces, transmite LR 710, con voz de locutor de fm de música clásica.
Un martes como cualquiera me dispuse a salir al mundo y, mientras pedaleaba, pensé en esos libritos de metafísica, en eso de que el cambio lo hace uno, que si cambia la actitud interior cambia el ambiente y todo eso. Con una sonrisa condescendiente, como del que descree de las soluciones finales, de los alfas y omegas discursivos, seguí pedaleando a un ritmo armónicamente ininterrumpido.

nota: en algún texto de Suzuki, creo, decía "la perfección está en cortar leña y acarrear agua". Creo. No sé, te lo dejo picando, como quien no quiere la cosa.

miércoles, 15 de julio de 2009

desvaríos de un ama de casa

Aprovechando la mañana libre encaré los menesteres de la casa: los platos de anoche, esa olla de hierro siempre relegada, con restos de comidas adheridos al fondo y un poquito de agua como para que afloje, las bufandas, que hay que lavarlas a mano porque seguro que en el lavarropas se arruinan.
Mientras enjuago las bufandas -por cierto, el color del agua me dice que necesitaban un lavado- escucho al locutor de una radio AM que entrevista a la actriz del momento. El ruido de la conversación intrascendente, el ir y venir de las voces, me descubre añorando una vida de luces de escenarios y entregas de premios y alfombras rojas y amantes ocasionales en los camerinos y señoras amas de casa que sueñan liberarse de esta cotidianidad y llevar, aunque sea un rato, la vida que lleva una.

Es curiosa esta capacidad de viajar sin más medio de transporte que la fantasía; una mañana libre, unos platos sucios, una entrevista en la radio y soy un ama de casa como cualquier vecina. Otras veces ensayo un viajero soñador, un motoquero curtido, un pibe de cualquier barrio del conurbano, un inteligente profesor universitario, un laburante de cerveza y picado los domingos a la tarde, un buda del lejano oriente, un soldado espartano en el frente de batalle, un ... la lista podría seguir indefinidamente. Una continuidad de nudos que hacen este macramé, este collage que soy y que, anudados con dos o tres cositas más, suelo llamar yo.

domingo, 12 de julio de 2009

perras negras

"Sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo."

"Concebir una raza que se expresara por el dibujo, la danza, el macramé o la mímica abstracta."

Julio Cortázar en Rayuela, capítulo 93.



La perra negra ladra una vez más. Quizás un auto, una bicicleta o un fantasma. Aunque escasean los fantasmas los mediodías soleados de los días feriados. Si no un fantasma quizás un deseo.
Mis perras negras siguen los deseos con sus ladridos. Ellas se meten en este cuaderno, como por un agujero en el cerco, cuando el dueño de casa está distraído, y los corren y los acorralan. Los huelen, los persiguen, los calculan, los adjetivan, los describen minuciosamente del anverso y el reverso.
Cuando un deseo es acosado por las perras negras generalmente hace uso de su materia inaprensible y se esfuma, con la gracia de la hoja que se desprende del árbol en otoño. Las perras quedan desconcertadas, se ladran unas a otras, se mordisquean, se amenazan y terminan descubriendo tarde, demasiado tarde, que la presa se las ha escabullido.
Cierto es también que, en ocasiones, contadas ocasiones, el deseo prescinde de la huida. Por capricho o necesidad, quién sabe, presenta batalla haciendo manifiesta una fascinante trasmutación; en la escena está el deseo acorralado, las perras excitadas, como adolescentes tontones, hacen lo suyo: ladridos, mordiscos, corridas. Entonces, inesperadamente ¡zas! el milagro: el deseo, respondiendo a alguna exacta ley que los aspirantes a escritor intentan e intentarán infructuosamente develar, abre una puerta. En el cuerpo del deseo se adivina un abertura que se hace más y más grande mientras nos invita, nos seduce, nos compele a entrar; perro, ladridos, cerco y agujero, dueño despistado, todos hunden en el dulce abismo entrabierto. Y por un instante, que bien puede ser una eternidad, somos-deseo-adentro. Flotamos, decimos, hablamos, soñamos y pensamos del brazo de deseo.

jueves, 9 de julio de 2009

el señor miedo y la lágrima rosa

Notas: breve obra de teatro. Pensar cómo representar un diálogo interno. La opción de ambientar el escenario como dentro de una persona queda descartada por bizarra. Pensar alguna otra cosa.

En algún arrabal del alma dos voces internas se encuentran. El sitio es oscuro y silencioso, como si estuviera fuera de la circulación habitual de la ciudad-interior, un barrio marginal. La calle está desierta. Un farol, yecto en el centro del escenario, arroja una luz mortecina. En el espacio de luz dos voces -internas, claro- dialogan:

-Es que no puedo. Me gustaría sí. Estaría bueno pero -plantándose firme, en un tono decidido- dadas las circunstancias es imposible.
-¡Basta de imposibles! ¿me podés decir por qué no se puede hacer?
-¿Y qué querés? En primer lugar está el laburo ¿Qué querés que morfe? ¿Quién me asegura que después encuentro algo?
-Vos sabés bien que de hambre no te vas a morir.
-Sí, quizás no me muera de hambre pero ¿y todas las otras cosas? ¿la casa, el auto, los proyectos a futuro?
- ... - guarda silencio con cara de "ni vos te creés a vos mismo".
- ¡no seas hijo de puta!
- ... - guarda silencio con cara de "estás haciendo un esfuerzo por auto convencerte y no creo que lo estés logrando".
- ¿Qué mierda querés que haga?
- ¿De verdad me preguntás?
- ¿No ves que te estoy preguntando?
-Me parece que a veces no querés escuchar mis respuestas.
-Si no hablás no te puedo dejar de escuchar.
- Es que no creo que te guste. Y cuando no te gusta no querés oír, no me entendés ni aunque te grite.
- Mmm... asumo el riesgo, dale, sinceridad brutal.
-Está bien, ahí va -un momento de silencio, toma aire, mira al otro a los ojos, duda, baja la mirada, inhala profundo como tomando coraje, vuelve a levantar la cabeza y le dice directo al rostro: ¿sabés qué creo? Creo que tenés mucho miedo; te armaste el puestito, un lugar cómodo. Al principio te dijiste que era por un rato, para zafar mientras tanto, "estoy bien ahora, mañana veremos". Y era así de verdad. Con el tiempo te fuiste apoltronando en tu lugarcito. Cada vez un poco más hundido en el sillón. La seguridad del techito, precario al comienzo, se te fue haciendo más y más necesaria. Hasta que un día amaneciste creyendo que ese techo era parte de vos. Cada vez te asomaste menos a la ventana. Hasta que al final te olvidaste que había un cielo más alto y un mundo más grande.
Un nuevo huésped se alojó en tu casa. Y, aunque no te guste, miedo es su nombre. Miedo al principio, como siempre, como todo, era chiquito, pasaba desapercibido. Con los días y las semanas y los meses miedo fué creciendo. Vos no lo sabías pero lo ibas alimentando, lo nutrías con cosas. Miedo pegó el estirón, aprendió a hablar en difícil, te ocupó tu silla preferida. Y terminó siendo un señor. El señor de la casa. La última voz en todas las decisiones. En algún momento hiciste un intento por sacártelo de encima. "Es imposible" te gritó, "es una locura" te aconsejó. Más por su tono de voz que por lo razonable de sus palabras te fuiste dejando convencer. No intentaste más. Con la casa tomada, como en el cuento de Julio, te mudaste a la piecita del fondo: miserable, húmeda, incómoda. "No está tan tan mal", te mentiste.
Y no sé si es bronca o pena lo que me dá. Quisiera sacudirte de los hombros con furia hasta sacarte el miedo de dentro. Quisiera ponerle orejas de burro y nariz de payaso para sacarlo a la plaza, que todos nos riéramos de él, tan respetable que parecía. Pero sé que si vos no lo echás no se va a ir nunca. Va a volver de la plaza, se va a quitar las orejas y la nariz de cotillón, se va arreglar el saco, se acomodará la corbata, se servirá un vaso de agua y lo beberá con la solemnidad quien toma un whisky etiqueta negra en algún bar del centro. Y con su ceño fruncido, su corbata impecable y su tono catedrático te convencerá una vez más. Qué sé yo. Es un poco de bronca y un poco de pena. Y entonces creo que ... - cuando levantó la cabeza notó que le estaba hablando al aire, el otro se había ido. Con sorpresa notó que un reguero de líquido rosáceo marcaba los pasos fugitivos de su interlocutor.
"Lloró rosa" se dijo a sí mismo mientras una esperanza como semilla de alpiste le nacía dentro.

lunes, 6 de julio de 2009

las plantas no saben que es julio

Las matemáticas dicen que los días se alargan, poco a poco. Pero las plantas aún no lo saben. Continúan con su tristeza de heladas y días breves. No saben que el invierno es el tiempo donde se abona el reverdecer, donde se prepara la resurrección; la espera de la vida.

Las plantas no lo saben y hacen bien: si lo supieran la esperanza y la duda las ganarían. Porque esperanza dice tanto promesa como ausencia. Porque el que espera tiene la tentación del vacilar al alcance de la mano. Porque la visión del calor, aunque sea de lejos, allá, en un tiempo, puede hacer más duro el frío presente.

Las plantas no lo saben y hacen bien. Mueren cuando es tiempo de morir. Resucitan cuando son llamadas a la vida. Siguen el girar del cielo cósmico como un ciego conducido por un lazarillo en quien se confía.

Yo no soy una planta: sé que estoy en julio. Allá a lo lejos está septiembre. Sé que el tiempo vuela. Es que a veces vuela tan lento.

domingo, 5 de julio de 2009

leyendo en voz alta

Les leo algunas cosas que me gustaron. Son de Anthony de Mello, están en su libro un minuto para el absurdo;



A un recién llegado al monasterio
le dijo un discípulo más veterano:
"Debo advertirte que no entenderás ni
palabra de lo que diga el Maestro si
no tienes la disposición apropiada".

"¿Y cuál es la disposición apropiada?"

"La de un estudiante que quiere
aprender un idioma extranjero. Las
palabras que el Maestro pronuncia te
resultan familiares, pero no las
comprendes: tienen un significado
totalmente desconocido"


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Siempre que el predicador mencionaba a Dios, el
Maestro decía: "No metas a Dios en esto".

Pero, un día, el predicador ya no pudo seguir
soportándolo: "¡Siempre había sospechado que eras
un ateo!", gritó. "¿Por qué no debo meter a Dios
en esto?... ¿Por qué?

Y el Maestro le contó la siguiente historia:

Un sacerdote acudió a consolar a una
viuda por la muerte de su marido.

"¿Ha visto lo que me ha hecho su Dios?",
vociferó la mujer.

"A Dios no le agrada la muerte, hija mía",
replicó el clérigo, "sino que le resulta
tan lamentable como a ti".

"Entonces, ¿por qué la permite?"

"No hay forma de saberlo, porque Dios es
un Misterio..."

"Entonces, ¿cómo sabe usted que la muerte
no le agrada?", preguntó la mujer.

"Bueno..., realmente... digamos que..."

"¡Cállese!", gritó la viuda. "No meta
A Dios en esto, ¿quiere?"
Vivir antes de la saciedad,
soportar la herida interna,
saber que aún no es la promesa.
Caminar el desierto
______________

y beber el camino.