lunes, 28 de mayo de 2012

un papel recuperado


hay algo en la levedad de la llama que resiste, acusando el golpe pero viva, la violencia de un piso que se mueve. Hay momentos en que la música es ensordecedora y el paisaje gris. La distancia entre todos y yo es un desierto. Son momentos de resistencia. La levedad de la defensa de la pura vida. Incertidumbre de todo porqué. Mientras la banda sigue tocando para nosotros, fingimos un baile sólo por no decir que no, ausentes ya de la ilusión de lo fijo, de lo estabable. Y si no fuera por este crepitar casi voluntario, la oscuridad del lugar sería total. La noche herida por lo vacilante de una luz que aún no se decide a morir mientras se deja vivir. Terrible encrucijada, tan cotidiana como esencia, entre dejarse vivir como si se fuera un algo y hacerse la vida como si se fuera un alguien. Espera de un yo que se va desnudando, como si huebiera querido, mientras una brisa fresca revive un algo que ha permanecido dormido por siglos; el sueño de cosas y más cosas que, como abrigo inmenso asfixiando, imperceptiblemente, el verde del tallo que me esencia en esa región donde el aire es más transparente porque es sólo aire y nada más. En el borde de esa zona donde vos, todo y yo convergimos en la ausencia de todo lo accidental, de todo desnudos hasta ser el espacio que nos habita. Como si algo tuviera densidad, el mundo se afana detrás de quienes van haciendo girar la rueda. El mundo gira y se agita y la llama es ahora un lago de paz. Se deja mover por momentos. Lo flexible de lo inquebrantable deseo hoy mientras todo amenaza derrumbe. No es que haya algo que decir sino que las palabras van brotando, una última oportunidad, el deseo de decir y ser comprendido, que haya alguien detrás de la cortina. El mundo sigue girando y las palabras brotan, aunque no se escriban, aunque no se escuchen.

un papel recuperado

jueves, 24 de mayo de 2012


Que ponemos nombres a las cosas porque tenemos miedo -porque les tenemos miedo a las cosas y entonces les ponemos nombre- resulta a esta altura una obviedad sumamente... obvia.
Así y todo ante algunas obviedades conviene volverse a detener, como para repasarlas, porque en el trajinar del día a día las cosas se van como acostumbrando a las palabras que les caen -¡¿por qué?! ¿por qué ese nombre y no otro? ¿por qué esa palabra? Nombres y cosas como esos trastos que van quedando en algún rincón, en el galpón, en la cocina y finalmente terminan asociándose como si fuera natural o casi natural. Casi. Un casi que se nos olvida y al final es así. Así porque sí. El frasquito de los tornillos dentro de la palangana roja.
Bueno, eso, que las palabras se van acostumbrando y las cosas también y nosotros como si nada, de aquí para allá que la libertad, que la educación, que un crimen y hasta , viérase tanto atrevimiento, viérase nomás, cosas como destino, o aún más: dios. Y ahí ya estamos perdidos. No hay nada que hacerle, en cualquier esquina nos sucede algo terrible. Algo terrible y hermoso. de lo más terrible y hermoso que se pueda ver. Algo donde dolor y alegría se juntan, se mezclan, se confunden hasta hacerse indistingibles y entonces, ya que no hay nada que hacer, nos dedicamos a estar con eso, mientras las palabras hacen lo suyo en alguna otra parte. Lejos.
Es que en cualquier esquina -y esto tiene que ser como un rayo, como una explosión, un meteoro impactando en nuestra realidad cotidiana desarmando todo y las cosas y las palabras y unas por aquí y otras por allá o todas juntas y mezcladas porque, al final, las palabras no son más que otras cosas aunque con cuerpos más sutiles- y entonces en cualquier esquina un meteoro -un coche a toda velocidad, un despido, un atardecer, quién sabe- nos desarma la madeja de cosas y palabras.
Y eso es tan hermoso que hay que verlo. Hay que detenerse y verlo. Y no hay nada más que hacer y eso es de lo más suave que hay. De lo más dulce. Como una vez, una, cualquiera, una esquina digamos, algo así, que sucede todos los días, una vez que recuerdo. Era de noche y estábamos en mi casa. Una casa que, para ser estrictos no era mía, así como se dice cuando se tiene algo, pero bueno, digamos que yo vivía ahí. Y resulta que en el medio de la noche, en medio de una reunión, en medio de un guiso y unos vinos -damajuana, unos vinos de damajuana, ricos, medio dulzones- así, en medio de todo me metí por un instante en medio de otra conversación. Una charla como un núcleo, como un lugar en el que uno se interna por un momento y ese momento queda fijo. Todo lo demás se suspende y queda eso. Eso nomás, un instante -que, como es obvio es infinito, no me pregunten por qué pero si en algún lugar quieren encontrar el infinito les recomiendo los instantes, cualquiera, uno, solo es cuestión de detenerse y estar, un instante. Entonces, decía, como en un capullo, en el núcleo del mundo, una chica le preguntaba a un chico, juro que escuché esto, nada más que esto: ¿qué? ¿sos anarquista? y el otro, el chico, con toda la naturalidad del mundo, e habría que estar ahí, con toda la naturalidad del mundo le respondía "no, macrobiótico". Eso había que escuchar, eso, y quedarse ahí; macrobiótico, anarquista, las palabras yéndose, riéndose, bailando. Unas cosas más. Nosotros ahí atentos a un mundo que se desarma, algo hermoso y terrible. Y la fiesta que sigue.