Pisó la pelota en un gesto napoleónico mientras miraba imperturbable cómo su contrincante pasaba de largo arrastrándose en el polvo. Luego de un instante, el momento exacto para que su rival quedara fuera de juego, retomó la carrera con la mirada en alto. La actitud segura de quien sabe lo que hace, como si el defensor recién caído, ése que lo había perseguido, que le había mordido los talones con patadas breves pero firmes disputándole el balón durante trece metros, trece agónicos metros, hubiera estado destinado desde siempre al polvo. Como si él lo hubiera sabido y su derrota sólo hubiese sido una confirmación de una profecía aciaga.
Nadie lo notó, pero Dani, ése que ahora reemprendía el combate de la pelota en los pies, estaba ahora algún centímetro más alto. Nadie se dió cuenta pero su pecho ocupaba ahora una dimensión ligeramente mayor. Porque hay cosas que de afuera no se ven; sólo un muchacho, qué digo, un chico, un pendejo, jugando a ese constante perder y ganar el poder, esa lucha de egos que es el fútbol a los doce años. Acaso el observador no hubiera sabido que a los doce o trece años uno puede tener más o menos experiencias con mujeres (quizás alguno de la clase haya debutado en una casa de tolerancia, iniciado en las tareas del macho por algún tío o hermano mayor), uno puede ser más o menos compadrito (haber desarrollado en mayor o menor medida esa habilidad de defender el honor -esa confusión de miedos y ego luchando por emerger que es la propia estima a los doce años- a las piñas o, al menos, por medio de amenazas convenientemente creíbles) pero que esas conquistas no importan demasiado a los doce años. El observador quizás no hubiese sabido que a los doce o trece años uno es hombre, uno es respetado por sus congéneres (porque eso es lo que vale, por eso uno hace todo lo que hace a esa edad: para ser reconocido por sus compañeros, para demostrar que se es hombre) cuando se impone en una cancha de fútbol.
Por todo eso Daniel, aunque tal vez no lo hubiéramos notado, era un poco más alto ahora. Por eso sus pulmones acogían un poco más de aire en cada que inhalación. Porque la había pisado y Jorge, Jorgito, el que no dejaba de gastarlo con su hermana, el que se escondía en la impunidad de un cuerpo naturalmente más robusto, estaba allá atrás mirándolo desde el suelo dentro de la nube de polvo que había levantado con su propia caída. Si hubiéramos estado atentos a su gesto en ese momento, además de la mirada desafiante, habríamos notado un esfuerzo por contener una sonrisa. Es sabido: el guerrero, aún en el momento de la victoria final no puede permitirse mostrar autocomplacencia, un código no escrito se lo impide. Sólo le es dada la actitud estoica de quién presencia el dictamen inevitable de los hados.
Daniel levantó la mirada, uno, dos, tres defensores, el arquero y, más allá, la gloria. Nada más había. Nada más cabía en ese mundo de quince jugadores de guardapolvo: una superficie de tierra, dos arcos más simbólicos que reales marcados por los buzos de gimnasia, una pelota de cuero descolorido y diez minutos entre matemática y biología. Nada más.
Daniel lo vió venir al gordo Juan. Frenó la carrera. La pisó, como contra Jorge. Juan no fue tan ingenuo, corría con cautela, como un caballo con el freno tirante no largaba toda su fuerza. Juan frenó también. Daniel dudó. Amagó para la derecha pero salió para la izquierda. Juan sabía, Daniel siempre la hacía, parece que quiere para un lado pero agarra para el otro, queriendo hacer de su pique una ventaja. Juan sabía y se jugó. Se tiró para ese lado. Daniel miró cómo adivinaba su intención. Vió cómo, a pesar del esfuerzo en el que se le iba el alma, el pie de Juan llegaba antes. En un instante pleno de zozobra, mientras se hacía mas petizo, mientras se le achicaba el pecho, vió cómo la pelota se le iba lejos.
Daniel frenó, puta madre escupió en un gesto cansado mientras se sostenía con las manos en las rodillas. Puta madre, mientras miraba el suelo de tierra unos segundos.
Dani otra vez, el demasiado chico para vos, el qué chiquito que lo tenés, el no tenés pelos en el sobaco, el cuándo me va a salir la huasca, el a vos las minas no te dan bola porque les gustan los machos, el si te llevás otra materia te cago a palos, el yo a tu edad no lloraba por esas cosas, el todavía te gustan los autitos, inició otra vez la pelea con la determinación del combatiente que sabe que tras la derrota ya no hay nada, sólo la muerte.
lunes, 3 de agosto de 2009
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3 comentarios:
Pucha... pobre Dani... y hasta me animaría a decirte que, si tomo todo esa situación como una metáfora... pucha... pobre Xime, jajajaj. Qué bueno que me salve esa vocación a la alegría... Salú, Naíto. Y, como siempre, hermoso escrito.
Cálida y emocionante invocación.
Pero "casa de tolerancia", ¡no sabía que se le llamaba así! Usaré el término para reprender a alguien que conozco
Xime, que nos salve la alegría!
Equidna, me quedé pensando... ojo que si lo llama ¡tolerante! es probable que connotación no quede del todo clara.
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