La vi cuando salí a correr el camión del reparto, estaba tendida de espaldas, cubierta apenas con una frazada agujereada, la cara al sol en un gesto de satisfacción, el cuerpo descansando inmóvil. No es que me haya llamado la atención ver a Doña Rocío acostada en la plaza, ella vivía allí desde hace tres años, cuando se fue de la casa de su marido, Benito, dueño de una galería comercial en el centro de la ciudad. Me gustaba verla ahí en la plaza, levantándose y ordenando sus cachivaches, como en su casa, mientras levantaba la persiana del almacén. Entonces le sonreía y la saludaba. Y mi saludo no era de compromiso ni mi sonrisa de piedad, porque a Doña Rocío, o Rocío a secas, como me había pedido que la llamara, no se le podía tener lástima; tan Carlomagno ella con su reino de piedras y árboles y pájaros.
Lo que me llamó la atención esa mañana fueron sus gatos. Y digo sus porque no tengo otra palabra; pero no quiero decir que los gatos eran de ella, como una posesión. Eran de ella, sí, pero porque había habían aprendido a estar juntos, los gatos y Rocío habían tejido sus vidas con esos hilos de alegrías y añoranzas que forman el entramado de las relaciones entre los seres humanos. O entre los seres humanos y los gatos, con Rocío lo supe. Lo que me llamó la atención, decía, fueron los gatos, todos los gatos, todos sus gatos, una docena calculo, sobre el cuerpo inmóvil de Rocío. Como náufragos en una roca desierta en medio del mar. Fue eso lo que me llamó la atención y una sospecha se metió en mí en forma de inquietud: Rocío no dormía.
Era septiembre, los días eran más largos ahora, los árboles y las plantas y el sol habían renacido. Y Rocío estaba allí, como con una sonrisa, bajo una fiesta de gatos. Siempre me había llamado la atención su decisión; Rocío había vivido con Benito durante quince años. Tenían algunas cosas, un buen pasar económico, una vida social, guiños y costumbres adquiridos o anquilosados durante años de convivencia, el diario el domingo por la mañana, las caminatas los sábados al alba. Todo eso hasta la mañana de ese viernes, me lo contó casi a su pesar, cuando llegó de improviso a su casa, había viajado y no llegaba hasta el sábado, pero los planes no se cumplieron y llegó el viernes, y se encontró con Benito y esa chiquita que le hacía de secretaria, y de algunas cosas más, entonces lo supo, metidos en su cama, la que compraron cuando se casaron.
Rocío me contó, y le creí, que no se enojó. Simplemente vio todo claro. Un momento de iluminación, dijo ella. Desde la muerte de Julián, a los seis años de edad, por una complicación pulmonar evitable, todo en esa casa se había ido apagando, Benito y Rocío continuaron con sus vidas en piloto automático, como por inercia, como un tren que siguiera moviéndose con el motor ya apagado. Rocío lo vio, entendió, juntó un par de cosas, un poco de plata, lo indispensable como para no cortar totalmente el hilo de identidad que la sostenía, y se fue. Anduvo por varios hoteles, casas de amigas primero, la plaza y la calle, de a poco, después. Benito hizo y deshizo para convencerlo de que volviera, que recapacitara, que aceptara una mensualidad mínima al menos. Rocío se negó a todo, no por despecho, decía ella, simplemente no quería más eso. Ahora ella tenía su reinado de plaza y verde y sol o lluvia. Y con eso le bastaba, decía ella. Al final Benito desistió y en el barrio nos acostumbramos a la figura de Rocío en la plaza, a sus sonrisas, a su olor, a sus cuentos a los chicos.
Todo eso era hasta que Claudio, el repartidor de Quilmes, se olvidó el talonario de remitos sobre el mostrador y yo salí a correrlo. Entonces la vi bajo una montaña de gatos. Entregué el remito, preocupado, y me acerqué, la llamé y la zamarreé, nada. Se fue, me dije, y volví al almacén a llamar al Same. Estuve un rato para comunicarme y cuando salí quedé anonadado, no había nada. Ni Rocío ni los gatos ni nada. Sólo una frazada agujereada como un guiño a la veracidad de mi relato, como una confirmación ante la incredulidad de los policías y los enfermeros. Nada, sólo el recuerdo de un cuerpo y unos gatos añorándole la alegría.
Nota al pie: a veces me confundo y me digo si no será todo esto fruto de mis lecturas; en ese entonces estaba con “La borra de café” de Benedetti y “El vizconde demediado” de Ítalo Calvino. Lecturas que recomiendo, sobre todo si el lector gusta de dormirse al sol alguna tarde de septiembre reinando sobre algún pedazo de pasto de plaza.
2 comentarios:
Te iba a decir que me habría encantado conocer a Rocío... hasta que empecé a llegar al final de tu relato... Podría pensar que su historia terminó de la peor manera. Pero simplemente prefiero creer que así, con esa personalidad que tenía, fue a contar sus cuentos a otros pagos...
Soy de esas a las que les gusta dormise en el pastito al sol (de hecho, hoy lo hice), así que voy a tener en cuenta tus recomendaciones. Abrazo, Naíto!
el relato de una situación cada vez más cotidiana para los que viajamos en tren, recorremos una plaza o simplemente caminamos las calles de la ciudad.
leí gatos y en algún lugar de la lectura se colaron unos conejitos y ese final tan maravilloso de "Carta a una señorita en París"
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