Día helado de julio. Sede de algún organismo administrativo -pirámide de papeles y carpetas y fichas húmedas escritas a máquina que conforma el fundamento de aquello en apariencia tan sólido que usamos llamar Estado. Cola sobre la calle. Viento que se cuela hasta las huesos a pesar de las varias capas de abrigo. Una hora de espera. Dos horas. Tres horas. Hace media hora que estoy ocupando la misma baldosa, aún en la calle, a siete u ocho personas de poder entrar al edificio, para acceder al privilegio de ser depositario de un número y comenzar el trámite de veras.
Con los circunstanciales compañeros de fila compartimos ya ciertos guiños de complicidad; ningún diálogo franco más bien un correcto ¿me decís la hora? o un amigable parece que echamos raíces acá. Cosas por el estilo.
De vez en vez se acerca algún desconocido, un extraño a la comunidad de los esperantes: ¿para el pasaporte?, sí, esta fila, lo instruimos con la generosidad del que inicia a un neófito. Alguno rompe nuestras seguridades, para el certificado de buena conducta, ni idea, respondemos perplejos, pero esa cola de ahí es para informes. Allí te van a saber decir. El desconcierto y la reverencia que inspira esta incomensurable mole burocrática nos une en una suerte de solidaridad.
Se acerca una mujer. Algo en mí se alerta. No pertenece los nuestros me digo. Algo en ella me dice que no espera, no es de la comunidad de los esperantes. Me mira, duda, se arrima al muchacho que está delante. No lo mira a la cara, más bien aproxima su hombro y mirando a lo lejos inicia un diálogo en susurros. ¿Estás hace mucho?, hace dos horas y media, desde las ocho, y... decíme, suponéte que alguien te da unos pesos, no sé, cincuenta pesos ponéle ¿no le dejarías tu lugar en la cola?
Me intereso en la conversación. El muchacho está perplejo. Como si lo hubieran descubierto con las manos en la masa. Mira hacia un lado y otro. La señora insiste. Es sólo una persona. Te doy cincuenta pesos. Igual, yo me tenía que ir. A la una entro al trabajo. Ya son las once y pico. Ya no llego. Me tengo que ir igual. La señora entiende el incómodo sí disfrazado. Dale, quedamos así. Esperáme un poquito y nos vamos para allá y te doy lo que es tuyo. Él se queda en la cola. Dice señalando a un nuevo personaje.
Recién en ese entonces me doy cuenta que durante la conversación se ha acercado un pibe; veintipico de años, pelo corto con gomina o algo que lo mantiene en una rigidez calculadamente artificial, remera plateada con alguna inscripción en italiano, zapatillas de moda y campera ajustada, más estética que eficaz. Todo el conjunto adornado con una nariz prominente y una notable cara de boludo. Boludo-vestido-de-boliche-un-lunes-por-la-mañana, inaugura otra categoría de boludos, pienso. Se une al grupo en silencio y con aire de complicidad.
El-muchacho-que-ha-aceptado-el-ofrecimiento, el traidor, ha cambiado su actitud: se mueve inquieto, esquiva la mirada de los compañeros, consulta el celular con una regularidad innecesaria. La señora, en cambio, mira descaradamente a la gente con la actitud impostadamente honrada de quien tiene algo que esconder. Algunos tienen la fastidiosa capacidad de, a pura voluntad, gambetear la realidad una y otra vez, si el rey está vestido, parece afirmar. Su altanería, o este frío y esta espera que ya son insostenibles, me quitan la paciencia. Encuentro sus ojos, sé de tu acción, le digo con los míos. Ella sostiene la mirada y casi con naturalidad pregunta ¿no te molesta, no? Miento. En realidad no es una pregunta. Es de aquellas preguntas que se llaman retóricas por el hecho de afirmar algo como sin querer. Le respondo con los ojos primero, con las palabras después, sí, me molesta. Pero ¿por qué? Si para vos es lo mismo. Su tono tiene algo que me irrita, algo que me rebela, una pretensión de cambiar mi percepción de la realidad, quizás una de las últimas cosas que me quedan en esta puta mañana de invierno. No quieras quitarme este fastidio por esta cola de mierda y este frío mal parido que se me ha subido a todos los huesos del cuerpo desde la planta de los pies. Me molesta porque estoy haciendo esta cola hace tres horas, respondo en un esfuerzo por contener el insulto. Ella no se deja vencer así nomás: Pero para vos es lo mismo, él se va así que no vas a tener una persona más delante. Además ¿qué sabés? Yo le podría haber pedido que me haga la cola. Podría ser ser un familiar... o un empleado. Esta mujer sabe cómo hacerme engranar. Podría haber dicho mil cosas pero ¡justo esa! Por su ropa, por su forma de hablar y por todo eso que hace de presentación de alguien antes que lo conozcamos, el muchacho claramente es de otro clase social. No pertenece a aquellos que pueden pagar cincuenta pesos para evitar una espera. Es de aquellos que perderían otra mañana, que se pedírían otro día en la fábrica o en el taller por cincuenta pesos. Ella dijo todo eso en esa última palabra. Ella dijo: tengo plata por lo tanto tengo derecho. Todo eso dijo y justamente eso me hiere, me da justo ahí, donde me enfurece. Y ella lo sabe. Y ella lo busca. Pero sabemos todos que le acabás de ofrecer cincuenta pesos, denuncio convenientemente alto como para que los compañeros se den por enterados.
Y entonces, el momento crítico, el instante crucial, una de esas encrucijadas donde se tejen nuestros destinos, donde se deciden las vastas extensiones de tiempo que ocupan el espacio restante de nuestras vidas. ¡¿Pero qué te pasa?! ¡¿Qué sabés?! ¡sos un pelotudo! interviene prepotente el boludo-vestido-de-boliche.
Me doy vuelta. Lo miro a los ojos. Todo mi ser es una reacción violenta. Todo yo me contengo en un puño cerrado. Milímetros antes de dejar salir el impulso, un segundo antes de explotar: lo pienso. Y si lo pienso ya está, cagué. Por un pacifismo casi militante, por una tendencia a darle dos o tres vueltas a las cosas en el marote antes de ejecutarlas, por una historia de resultados desfavorables en mis rounds pugilísticos cuando decidí hacer justicia a las piñas o por algunos de esos inescrutables vericuetos del ambiente de crianza, de las elecciones libres, de la historia personal o de aquello que conforme mi personalidad, tiendo a poner la otra mejilla. O más exactamente: a recibir un segundo bife (en la misma mejilla o en la otra, no importa) mientras pienso cómo responder, qué estará queriendo el otro, si de veras me agrede a mí o alguna sombra suya, si conviene actuar así o asá, etcétera. Así como otros tantos segundos cruciales, éste modificó mi futuro. Habláme bien que yo no te falté el respeto, arrojé con una conveniente dosis de amenaza en el tono. Lo que sigue es insustancial en relación a este instante: la fila comenzó a inquietarse. La señora se trenzó con el señor de atrás. El boludo comenzó a amenazar a las chicas lindas que cerraron la discusión con un lapidario sos un ignorante. El tiempo apaciguó los ánimos. Finalmente entramos al edificio. Los números nos fueron concedidos como una gracia. Quinientos cuarenta y cinco para mí. Quinientos cuarenta y cuatro para el boludo-vestido-de-boliche-un-lunes-por-la-mañana.
Dos horas más tarde, frente a uno de los múltiples escritorios de esa colmena estatal, una esperanza de reivindicación, de justicia cósmica, nos iluminó a los esperantes. En el escritorio, la señora descarada y el pibe-pura-nariz sostenían una discusión con una administrativa y su supervisor. No, señora, sin el DNI o la constancia no puede hacer el trámite, por más que ya tenga el pasaje sacado ya. Es imposible. La fila y yo paramos la oreja, atentos espectadores de un forcejeo dialéctico. La señora arremetía seductora primero, amenazante después, seductora otra vez. La administrativa y su supervisor contaban con una tribuna completa de su lado. Con nuestras miradas le transmitíamos nuestro apoyo, le comunicábamos nuestra fuerza. Eran los espartanos intentando detener el ejército asirio, los esclavos que se rebelan contra años de sometimiento, los sin voz que se levantan con la última e insospechada fuerza de su dignidad. Nos miramos con las chicas lindas, si no puede sacarlo dios existe. El mundo va a ser más habitable, decimos medio en chiste y medio en serio. Sonreímos. Seguimos el desenlace de la contienda: los ataques, las defensas, los contra ataques. Finalmente, el ejército administrativo cede: está bien. Son la derrota en persona. Nos miramos los de la fila, no hacen faltan las palabras.
Dios debe estar en cosas más importantes, intento consolarme mientras espero (con el papelito con mis datos, el DNI y el comprobante en la mano derecha y la resignación dentro) que alguna voz llame al quinientos cuarenta y cinco y por fin, alguna vez, sea mi hora.
lunes, 20 de julio de 2009
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9 comentarios:
Maestro! Es lo mejor que has escrito!!! Esto es cosa seria amigo, tenes "eso" (leer On the road, escena del saxofonista de jazz)
Magistral!!!!!!! Tan cotidiano y tan ficcional al mismo tiempo. Sin palabras.
Notable relato. Igual mi Fe se achico un poco. Dios debia estar ahi. Me quedo masticando bronca...
tengo una bronca padre!!, y aprovecho para sumarle esta sensacion de malestar generalizada de Lunes
me violente, yo lo hubiera cagado a trompadas! cin.
Bueno, como vos en su momento, la verdad que no tengo palabras para describir esto que escribiste... Creo que reflejaste de una manera brillante lo que alguna vez muchos pasamos... y bien ahí por esa reacción contenida y pensada antes de hacer. Aunque en nuestro imaginario, creo que todos hubiéramos querido cagarlo a trompadas al "boludo" y que los giles estatales hubieran hecho justicia por una vez aunque sea...
Felicitaciones!! besos
Gracias por el aliento gente. Veo que Xime y Cin tienen posturas diferentes, ja. Voy a buscar eso que dice duaca, de Kerouac no?
Sobre la fe no se qué decirle rome, será cuestión suya y del mas allá... y de la firmeza de los estatales, tal vez. Un aprendizaje sí, no vayan a hacer trámites en las vacaciones de invierno!
a mi lo que me queda( ademas de tu increible capacidad de dejarme leyendo sin sacar los ojos de esta pantalla) es la siempre constante complicidad de los ¨boludos¨,eso siempre me gusta, me genera como un sentimiento de unidad...
no se, me gustan las masas que se unen en miradas je
lucre
naioooo... pasaron todos!! mis jefes y me engancharon haciendo cualq otra cosa menos laburar!! jaja.. y lo mejor es q no me importó..!
volviendo acá..cuanta impotencia!!! y encima q despues le salga bien y hagan el trámite.. no la pude creer. gran relato. te felicito.
beso grande, kerstin
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