domingo, 30 de agosto de 2009

justicia con minúscula

El frente de mármol gris y vidrios espejados era una metáfora de la desolación. Ministerio de justicia, en letras grises, grandes, sólidas. Dirección no había. Mil treinta se repitió como confirmándose un paradero, un punto firme al cual agarrarse con fuerza y evitar ser arrastrado en esa marea de carros a caballo, camiones desvencijados, nubes de tierra y chicos descalzos en que se había convertido el mundo en ese rincón del conurbano.

Había llegado como solía hacerlo, guiado por una combinación de un sentido de ubicación con respecto a los puntos cardinales sumado a un conocimiento general, demasiado general, del territorio. Sabía que el norte estaba para allá, y entonces deducía que la autopista estaba más allá, un poco al noreste. Y esa autopista era cortada por la avenida M. que corría desde el oeste, desde donde venía él y que, si daba con ella sólo era cuestión de seguirla, en sentido norte, hasta dar con el mil treinta. Y entonces habría llegado a destino. Si llegarse hasta una fiscalía a prestar declaración puede ser llegar a algún lado como se llega a un hogar. Entonces buscaba la avenida, su retina creía reconocer imágenes, una pizzería, una casa verde con una puerta roja. Esos chispazos de familiaridad lo confirmaban en el rumbo. Y así hasta dar con la mole gris que no tenía el mil treinta pero al que entró igual.

¿Fiscalía? Le preguntó a la chica del mostrador como quien entra en una mercería. Después pensó en lo inadecuado del tono. Sí ¿qué necesitás? Le contestó con esa correcta cercanía que ostentan algunas empleadas públicas, sobre todo si son jóvenes. Vengo a declarar, estaba citado a las diez y media. Ah, decíme el número de causa. Iba a explicar que venía por el episodio de la escuela en el que robaron un grabador cuando se dio cuenta de que no, que la chica no entendería, que seguramente no tendría conocimiento de todas las causas y menos de alguna tan insignificante como esa. Habría quedado como ingenuamente pelotudo ante esa chica tan correctamente amistosa con un escote tan prominente. Se descubrió en un dubitativo eh que ella interpretó correctamente ¿No tenés el papel que te mandaron? Ah sí, está por acá, dijo mientas se sacaba la mochila, la apoyaba en el mostrador y hurgaba en su interior. Listo, dame tu DNI y esperá que te llamamos.

Esperar, claro. No podía ser tan fácil como llegar, saludar, declarar e irse otra vez a sus asuntos. Se estaba en una dependencia pública y si hay algo cierto es que en esos lugares se espera. Y mientras estaba en eso se imaginaba al funcionario que le tomaría la declaración haciendo algo importante, algo con mayúsculas como Justicia, Enderezar lo tortuoso, Recomponer lo roto, Rellenar el hueco. La Mano del Estado, La Mano de la Venganza, La Mano de la Madre.

La espera lo llevó a ese estado de observación que precede a la aclimatación a un ámbito desconocido. La fiscalía o UFI como decía en la citación -aunque no sabía si fiscalía, UFI y unidad fiscal eran la misma cosa- era un espacio grande, blanco, iluminado por decenas de tubos fluorescentes. El lugar no era tan frío como, evidentemente, había sido proyectado por el arquitecto. Había como un desajuste en el plan de minimalismo eficiente con que había sido pensado. Un algo que, pensó, solía encontrar en bancos, oficinas administrativas y consultorios odontológicos del conurbano; una pared con humedad, un mate de lata sobre un sofisticado escritorio de vidrio, una melodía de cumbia a lo lejos, de fondo. Algo así. Como una mancha en una prenda inmaculada que oficiaba como recuerdo de las calles de tierra, de los ranchos de madera o cartón y el kiosco propio como un amague a la desocupación que esperaban tras las puertas de vidrio y aluminio.

Había también un tac tac tac tac tac constante. Una melodía monótona de tacos repiqueteando con prisa, como estuvieran buscando Algo que los salvara, un hilo que los condujera a la salida de ese laberinto de ficheros y carpetas y expedientes. Pero el laberinto es un rizoma, todo es adentro, todo es salida, y lo sabemos pero hacemos como si no, se dijo mientras se reía de sí mismo y su manía metafísica congénita.

Los tacos no estaban solos, estaban acompañados por unos talones y unas piernas y un tronco con extremidades, todo coronado con una cabeza que ostentaba algún peinado que decía chica joven estudiante de derecho. Se completaba con unos pantalones de oficina, una remera escotada -¿por qué todas escotadas? Quizás un intento para que el Derecho o la Justicia se agacharan un poco como un adulto que se abaja para charlar con un chico- y algún tatuaje más o menos visible, fabuló.

¡Balbuena! el tono firme lo sacó de sus cavilaciones, sí, soy yo, sígame por favor, dijo mientras se iba demasiado rápido. Se asomó a varias oficinas hasta encontrar la voz que lo había llamado. Buen día. Hola, buen día. Un traje oscuro de uso diario, anteojos sin marco y raya al costado. Sobre la mesa algunos papeles sueltos, una computadora polvorienta y un plato de vidrio con galletitas de chocolate. La oficina de un funcionario público, un abogado con no-se-qué-cargo que leyó de refilón en la firma de uno de los informes que estaban sobre la mesa. Perdón, no desayuné todavía, se explicó mientras le aceptaba un mate a un policía que acababa de entrar en silencio al despacho. No, no hay problema, lo tranquilizó por decir algo. La escena del abogado haciendo ruido con el mate que se había acabado le resultó sumamente simpática. Luego del mate ruidoso lo usual: redactar lo sucedido al funcionario, que lo traduzca en un lenguaje impersonal, en un tono que hace de lo anecdótico una suerte de absoluto, de lo contingente una suerte de declamación. Uno dice “chico” y el otro escribe “menor”, “más o menos de esta altura” (mostrando con la mano) y el otro anota “un metro cuarenta de estatura”, y sigue escribiendo “ilícito”, “ratero”, “encontrándose”, etcétera. Y uno lo lee porque es necesario leer antes de firmar y tiene la certeza de que no es lo que ha dicho; uno hablaba de un chico que entró a robar una estupidez, pero que está preocupado por el pibe, porque por qué va a hacer eso, entonces algo le estará pasando y sería adecuado alguna visita de una trabajadora social o algo por estilo pero el otro ha anotado que un menor irrumpió en no sé dónde y se dio a la fuga desconociendo la voz de alto y cosas del estilo. Y uno sabe que lo leerá un juez, si no es que lo archiva algún secretario, pero que no le dará importancia, porque hay cosas más urgentes, claro, o tal vez sí, y entonces llamen a los padres del chico a declarar y siga la causa, con un expediente y todo eso, pero que todo eso no estará bien, porque eso no es lo que uno quería decir, que el chico está ahí y necesita ayuda porque hay algo que falta y que el estado está para esas cosas. Uno sabe todo eso al leer el informe pero lo firma igual, porque de todos modos no lo entendería el abogado que lo acaba de redactar como si estuviera traduciendo. Pero no lo entendería porque lo ha traducido, porque uno y la Justicia hablan distintas lenguas. Y entonces uno lo firma lo mismo, y saluda y se va, como si hubiera venido a eso, como si estuviera satisfecho, pero dentro sabe que hay algo mal, muy mal, casi irremediable.

domingo, 23 de agosto de 2009

rocío y sus gatos

La vi cuando salí a correr el camión del reparto, estaba tendida de espaldas, cubierta apenas con una frazada agujereada, la cara al sol en un gesto de satisfacción, el cuerpo descansando inmóvil. No es que me haya llamado la atención ver a Doña Rocío acostada en la plaza, ella vivía allí desde hace tres años, cuando se fue de la casa de su marido, Benito, dueño de una galería comercial en el centro de la ciudad. Me gustaba verla ahí en la plaza, levantándose y ordenando sus cachivaches, como en su casa, mientras levantaba la persiana del almacén. Entonces le sonreía y la saludaba. Y mi saludo no era de compromiso ni mi sonrisa de piedad, porque a Doña Rocío, o Rocío a secas, como me había pedido que la llamara, no se le podía tener lástima; tan Carlomagno ella con su reino de piedras y árboles y pájaros.


Lo que me llamó la atención esa mañana fueron sus gatos. Y digo sus porque no tengo otra palabra; pero no quiero decir que los gatos eran de ella, como una posesión. Eran de ella, sí, pero porque había habían aprendido a estar juntos, los gatos y Rocío habían tejido sus vidas con esos hilos de alegrías y añoranzas que forman el entramado de las relaciones entre los seres humanos. O entre los seres humanos y los gatos, con Rocío lo supe. Lo que me llamó la atención, decía, fueron los gatos, todos los gatos, todos sus gatos, una docena calculo, sobre el cuerpo inmóvil de Rocío. Como náufragos en una roca desierta en medio del mar. Fue eso lo que me llamó la atención y una sospecha se metió en mí en forma de inquietud: Rocío no dormía.


Era septiembre, los días eran más largos ahora, los árboles y las plantas y el sol habían renacido. Y Rocío estaba allí, como con una sonrisa, bajo una fiesta de gatos. Siempre me había llamado la atención su decisión; Rocío había vivido con Benito durante quince años. Tenían algunas cosas, un buen pasar económico, una vida social, guiños y costumbres adquiridos o anquilosados durante años de convivencia, el diario el domingo por la mañana, las caminatas los sábados al alba. Todo eso hasta la mañana de ese viernes, me lo contó casi a su pesar, cuando llegó de improviso a su casa, había viajado y no llegaba hasta el sábado, pero los planes no se cumplieron y llegó el viernes, y se encontró con Benito y esa chiquita que le hacía de secretaria, y de algunas cosas más, entonces lo supo, metidos en su cama, la que compraron cuando se casaron.


Rocío me contó, y le creí, que no se enojó. Simplemente vio todo claro. Un momento de iluminación, dijo ella. Desde la muerte de Julián, a los seis años de edad, por una complicación pulmonar evitable, todo en esa casa se había ido apagando, Benito y Rocío continuaron con sus vidas en piloto automático, como por inercia, como un tren que siguiera moviéndose con el motor ya apagado. Rocío lo vio, entendió, juntó un par de cosas, un poco de plata, lo indispensable como para no cortar totalmente el hilo de identidad que la sostenía, y se fue. Anduvo por varios hoteles, casas de amigas primero, la plaza y la calle, de a poco, después. Benito hizo y deshizo para convencerlo de que volviera, que recapacitara, que aceptara una mensualidad mínima al menos. Rocío se negó a todo, no por despecho, decía ella, simplemente no quería más eso. Ahora ella tenía su reinado de plaza y verde y sol o lluvia. Y con eso le bastaba, decía ella. Al final Benito desistió y en el barrio nos acostumbramos a la figura de Rocío en la plaza, a sus sonrisas, a su olor, a sus cuentos a los chicos.


Todo eso era hasta que Claudio, el repartidor de Quilmes, se olvidó el talonario de remitos sobre el mostrador y yo salí a correrlo. Entonces la vi bajo una montaña de gatos. Entregué el remito, preocupado, y me acerqué, la llamé y la zamarreé, nada. Se fue, me dije, y volví al almacén a llamar al Same. Estuve un rato para comunicarme y cuando salí quedé anonadado, no había nada. Ni Rocío ni los gatos ni nada. Sólo una frazada agujereada como un guiño a la veracidad de mi relato, como una confirmación ante la incredulidad de los policías y los enfermeros. Nada, sólo el recuerdo de un cuerpo y unos gatos añorándole la alegría.





Nota al pie: a veces me confundo y me digo si no será todo esto fruto de mis lecturas; en ese entonces estaba con “La borra de café” de Benedetti y “El vizconde demediado” de Ítalo Calvino. Lecturas que recomiendo, sobre todo si el lector gusta de dormirse al sol alguna tarde de septiembre reinando sobre algún pedazo de pasto de plaza.

domingo, 16 de agosto de 2009

error de cálculo

Cuando el motor falló por primera vez, como tosiendo, supo que sus sospechas se habían confirmado. Hacía ciento cincuenta kilómetros que tenía el viento frente. Hacía cien kilómetros que luchaba contra el frío resistiendo el entumecimiento. El cuerpo ligeramente encorvado hacia delante, para aprovechar mejor el reparo del parabrisas, las piernas estiradas, saliendo por delante de los posapiés, los brazos ligeramente flexionados y la mirada alta y atenta. Hacía cien kilómetros que bailaba con el viento una danza exigente, en la que todo él estaba comprometido. Hacía cien kilómetros que exigía el motor para mantener el ritmo de marcha.

Y pensaba. Porque en la inmensidad la pampa, sin más que el ruido del motor y del viento contra el casco, la ruta monótona, recta y desierta, no contaba más que consigo mismo como distracción. Y entonces entraba en esos diálogos internos que llamaremos pensar. Pensaba que le gustaba esto de viajar solo. Quizás estos cuatrocientos quilómetros en moto en pleno julio no fueran más que una excusa para estar consigo unas horas. Para estar con la tierra, el viento y eso que lo habitaba. Para sentir -un poco, no vaya a creer- el frío y el hambre como figuras de lo no acabado. Para estar a merced del viento, que bien lo sabía en ese momento, sopla cuando quiere.

Y en esos desvaríos, en esos diálogos como de mate en mano en los que se sumergía con facilidad y que yo llamo pensar, apareció una inquietud: ¿llegaré con la nafta? Sabía que un tanque le duraba unos trescientos quilómetros. Y aún así le quedarían unos cincuenta quilómetros más en la reserva. Sabía también que el viento soplaba de frente, fuerte, y que la moto consumiría considerablemente más.

Sus peores pronósticos se mostraban ahora demasiado optimistas: ni doscientos quilómetros y esa falla como de tos, el motor quedándose por un momento sin aliento, como un asmático que se encuentra sin aire. En el primer tosido lo comprendió todo, era clarísimo. Y lo curioso es que estuvo bien, le pareció lo adecuado, estuvo de acuerdo. Frenó suavemente, con el motor apagado ya. Se alejó unos metros del asfalto y dejó la moto sobre la muleta. Se sacó los guantes y el casco como quien ha llegado a algún lugar. Se desabrochó la campera y se sentó sobre el pasto. Sopesó la situación, campo y más campo, pampa, pocos autos, el viento en la cara, fuerte, el sol alegre, ya en su descenso, en un par de horas se haría de noche y ahí sí que se sentiría el frío. Algún automovilista que pasara hubiera dicho que ése allí sentado esperaba. Pero no era así. Simplemente estaba allí, disfrutando, siendo uno con una lógica que iba más allá, que lo trascendía, que no había entrado en sus cálculos.

domingo, 9 de agosto de 2009

acto de fe

Creo en el alcohol en gel, el homicidio en defensa propia y la vida larga y sin excesos.
Creo en la felicidad-en-la-tierra-en-forma-de-eso-último-que-nos-ofrecen-por-tv, en la buena intención de los presentadores de realitys shows y en el llanto de las vedettes en primer plano.
Creo que somos nuestro peinado -o nuestro auto, profesión, cónyuge, apellido o cualquier cosa que podamos tener como en un puño cerrado, en la paz del terrenito-propio-al-fin y en la generosidad de la mano invisible del mercado.
Creo en la ciencia seria seria, creo en que el que está en el estrado más alto tiene la razón y en las fechas de vencimiento de los chocolates.
Creo que no hay que perder el tiempo, porque es dinero, creo en los billetes y ante todo creo en los resúmenes de las cuentas bancarias.
Creo en el código binario, en no mover mucho el avispero y, ante todo, creo que los trapos sucios se lavan en casa.
Creo que cada cual tiene lo que se merece, creo en el esfuerzo duro duro y creo ante todo que siempre podemos aguantarnos para después.
Creo en la literalidad de los mitos -¿por qué sino qué?, creo que si no hacemos un poco de esfuerzo nos vamos a ir por el embudo y vaya a saber uno dónde vamos a parar, y creo que éste es el mejor de los mundos posibles.
Creo en la razón a secas, en las corbatas rojas y en la transparencia del sistema de premios y castigos natural e universal.
Creo que todo tiempo pasado fue mejor, creo que los vencedores tienen la razón y creo, sobre todo y ante todo, creo que si lo digo en voz más alta, un poco más firme, esta vez se va a silenciar esa vocecita interna que, a veces, duda.

sábado, 8 de agosto de 2009

juegos de chicos

- Mi abuela se murió.
- La mía también. Una, la otra no.
- ¿Y se fue al cielo?
- No, la metieron en una caja de madera y la enterraron
- ¿Dónde?
- En el cementerio.
- Ah, la mía no, la mía se fue al cielo. Y mi mamá me dijo que yo también voy a ir al cielo, si me porto bien.
- Ah, dijo Lucía mientras acomodaba la casita. Unos bloques de madera, cuadrados o rectangulares, rojos, azules y amarillos, hacían de mesas y de camas y de sillones y de la cocina y de la heladera. Los hijos eran playmovils. Papá y mamá eran un Ken y una Barbie, respectivamente. Papá estaba sentado mirando fútbol, con los dos hijos varones, que un poco miraban y un poco jugaban con los autos en la alfombra. Mamá se arreglaba en la pieza, tenía una fiesta a la noche y quería estar linda. Como le costaba ponerse linda estaba un poco enojada. Las nenas sabían que cuando estaba enojada era mejor no molestarla. Por eso hacían sus cosas solas en el jardín.



Jorge pasó la hoja en un gesto automático. Había algo en eso de sentarse a devorar apuntes en las vísperas de finales que lo tranquilizaba. Sabía exactamente lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Una suerte de orden, de destino en forma de programas de estudio y prolijos apuntes y fichas de fotocopias. Fichas y más fichas. Marx, Freud, Lévi-Strauss, Ameigeiras, Suzuki, Foucalt, Lacan, Aberasturi. Un conjunto de nombres, eso nada más, nombres, letras negras en papeles manchados, fotocopiados, con ilegibles anotaciones en los márgenes inmortalizadas en la última copia. Se sentaba y empezaba a leer, subrayaba, hacía un cuadro y un resumen. Todo lo juntaba, le daba un par de vueltas en la cabeza, lo memorizaba y lo escupía en la mesa de examen. Y ponía cara de entender, y era amable con los profesores y pensaba antes de responder. Y sobre todo, ante todo, porque eso lo había descubierto ni bien entró a la facultad, en el CBC, cuando sus compañeras transpiraban y se morían de miedo y fracasaban en los exámenes que habían preparado con impecable esfuerzo, guardaba dominio de sí. Estaba entero, como dominando la situación. Aunque dentro fuera un caos, fuera no se notaba, el rostro impasible de un jugador de póquer con escalera servida.
En la nueva hoja no seguía Nietzsche y su superhombre. Revisó de nuevo, fue para atrás, pagina 78, pasó la hoja, página 113. Además la tipografía había cambiado, esta era más chiquita y más somática. Arriba, escrito a mano: “Erich Fromm. El miedo a la libertad”. El título del libro estaba subrayado en una línea descendente. Le sorprendió la seguridad del trazo. Siempre le sorprendía esa gente que sabía lo que hacía. Él no. Él se sentía bien cuando seguía un orden, como el de las vísperas de los finales. "Capítulo VII. 1. La ilusión de la individualidad". Individualidad, qué palabra. Empezó a leer con el lápiz negro en la mano. Había desarrollado una técnica, leía rápido, como sin querer. Cuando encontraba algo que le llamaba la atención lo subrayaba y marcaba el número de hoja en un circulito. Luego repasaba los números de hojas, en las marcadas volvía leer lo subrayado. Lo pensaba. Si no tenía sentido leía lo que venía antes y así. Al final hacía un mapa conceptual y un resumen. Y listo. Una nueva ficha, un nuevo apunte, algún otro nombre, algunas otras palabras: Kant, Kuhn, Kilgsberg.
"Dentro de nuestra cultura, sin embargo, la educación conduce con demasiada frecuencia a la eliminación de la espontaneidad y a la sustitución de los actos psíquicos originales por emociones, pensamientos y deseos impuestos desde afuera". Lo subrayó, el párrafo entero. Genial, pensó. Marcó el número de página: 284. Más adelante subrayó otra cosa: "el hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear". Página 296.


Lucía y Ema seguían jugando. Mamá-Barbie bajó de su cuarto y se asomo a controlar qué hacían las chicas.
- ¿Qué están haciendo?
- Jugando má.
-Bueno, pero no se ensucien mucho el vestido que después me la paso todo el día lavando, salgan de la tierra.
- Pero, no podemos, acá está la casita.
- Bueno, pero tomen, siéntense en las sillitas. Yo me voy comprar un rato, voy y vuelvo eh, pórtense bien.
- Sí.
- Les dejé la leche servida, después le piden a papá que se las caliente en el microondas, no lo prendan ustedes eh.
-Bueno.

Emma puso a Mamá-Barbie a un costado, boca abajo. Los nenes seguían con Papá-Ken, mirando la tele y jugando con los autos. Lucía agarró un playmovil y dijo con voz de interesante:
- ahora que no están los grandes podemos hablar de nuestras cosas.
- Sí, dijo Emma con su muñeco en la mano, hablemos de las cosas que nos importan, agregó forzando la voz.
- Eso, de dónde vienen los bebés y adonde se van las abuelas.
- Algunas abuelas se van al cielo, las que se portan bien. Y otras las meten en una caja y se quedan en el cementerio.
- ¿Las que se portan mal?
- Las abuelas no se portan mal, pero a veces no les hacen regalos a sus nietos.
- O se pelean con los papás.
- ¿Y dónde se van los perros y los gatitos cuando se mueren?
- Al cementerio o al cielo, como las abuelas.
- Si no se mueren se van al campo. Oso se fue al campo cuando estaba viejito.
- ¿Y los gatitos también?
- Algunos sí, creo.
- Entonces algunas abuelas están en el campo con los perritos y los gatitos.
- ¿Y los bebés de dónde vienen?
- De la panza de las mamás.
-¡Ya sé tonta! Es obvio. Pero antes, antes de la panza ¿dónde estaban?
- En el cementerio yo no ví ninguno.
- Y del cielo no pueden bajar solos porque son muy chiquitos.
- Por ahí están el campo, con las abuelas y los perritos y ellas los cuidan y los acompañan hasta la panza.
- Sí, seguro.

lunes, 3 de agosto de 2009

picado a los doce o trece

Pisó la pelota en un gesto napoleónico mientras miraba imperturbable cómo su contrincante pasaba de largo arrastrándose en el polvo. Luego de un instante, el momento exacto para que su rival quedara fuera de juego, retomó la carrera con la mirada en alto. La actitud segura de quien sabe lo que hace, como si el defensor recién caído, ése que lo había perseguido, que le había mordido los talones con patadas breves pero firmes disputándole el balón durante trece metros, trece agónicos metros, hubiera estado destinado desde siempre al polvo. Como si él lo hubiera sabido y su derrota sólo hubiese sido una confirmación de una profecía aciaga.

Nadie lo notó, pero Dani, ése que ahora reemprendía el combate de la pelota en los pies, estaba ahora algún centímetro más alto. Nadie se dió cuenta pero su pecho ocupaba ahora una dimensión ligeramente mayor. Porque hay cosas que de afuera no se ven; sólo un muchacho, qué digo, un chico, un pendejo, jugando a ese constante perder y ganar el poder, esa lucha de egos que es el fútbol a los doce años. Acaso el observador no hubiera sabido que a los doce o trece años uno puede tener más o menos experiencias con mujeres (quizás alguno de la clase haya debutado en una casa de tolerancia, iniciado en las tareas del macho por algún tío o hermano mayor), uno puede ser más o menos compadrito (haber desarrollado en mayor o menor medida esa habilidad de defender el honor -esa confusión de miedos y ego luchando por emerger que es la propia estima a los doce años- a las piñas o, al menos, por medio de amenazas convenientemente creíbles) pero que esas conquistas no importan demasiado a los doce años. El observador quizás no hubiese sabido que a los doce o trece años uno es hombre, uno es respetado por sus congéneres (porque eso es lo que vale, por eso uno hace todo lo que hace a esa edad: para ser reconocido por sus compañeros, para demostrar que se es hombre) cuando se impone en una cancha de fútbol.

Por todo eso Daniel, aunque tal vez no lo hubiéramos notado, era un poco más alto ahora. Por eso sus pulmones acogían un poco más de aire en cada que inhalación. Porque la había pisado y Jorge, Jorgito, el que no dejaba de gastarlo con su hermana, el que se escondía en la impunidad de un cuerpo naturalmente más robusto, estaba allá atrás mirándolo desde el suelo dentro de la nube de polvo que había levantado con su propia caída. Si hubiéramos estado atentos a su gesto en ese momento, además de la mirada desafiante, habríamos notado un esfuerzo por contener una sonrisa. Es sabido: el guerrero, aún en el momento de la victoria final no puede permitirse mostrar autocomplacencia, un código no escrito se lo impide. Sólo le es dada la actitud estoica de quién presencia el dictamen inevitable de los hados.

Daniel levantó la mirada, uno, dos, tres defensores, el arquero y, más allá, la gloria. Nada más había. Nada más cabía en ese mundo de quince jugadores de guardapolvo: una superficie de tierra, dos arcos más simbólicos que reales marcados por los buzos de gimnasia, una pelota de cuero descolorido y diez minutos entre matemática y biología. Nada más.

Daniel lo vió venir al gordo Juan. Frenó la carrera. La pisó, como contra Jorge. Juan no fue tan ingenuo, corría con cautela, como un caballo con el freno tirante no largaba toda su fuerza. Juan frenó también. Daniel dudó. Amagó para la derecha pero salió para la izquierda. Juan sabía, Daniel siempre la hacía, parece que quiere para un lado pero agarra para el otro, queriendo hacer de su pique una ventaja. Juan sabía y se jugó. Se tiró para ese lado. Daniel miró cómo adivinaba su intención. Vió cómo, a pesar del esfuerzo en el que se le iba el alma, el pie de Juan llegaba antes. En un instante pleno de zozobra, mientras se hacía mas petizo, mientras se le achicaba el pecho, vió cómo la pelota se le iba lejos.

Daniel frenó, puta madre escupió en un gesto cansado mientras se sostenía con las manos en las rodillas. Puta madre, mientras miraba el suelo de tierra unos segundos.

Dani otra vez, el demasiado chico para vos, el qué chiquito que lo tenés, el no tenés pelos en el sobaco, el cuándo me va a salir la huasca, el a vos las minas no te dan bola porque les gustan los machos, el si te llevás otra materia te cago a palos, el yo a tu edad no lloraba por esas cosas, el todavía te gustan los autitos, inició otra vez la pelea con la determinación del combatiente que sabe que tras la derrota ya no hay nada, sólo la muerte.