El frente de mármol gris y vidrios espejados era una metáfora de la desolación. Ministerio de justicia, en letras grises, grandes, sólidas. Dirección no había. Mil treinta se repitió como confirmándose un paradero, un punto firme al cual agarrarse con fuerza y evitar ser arrastrado en esa marea de carros a caballo, camiones desvencijados, nubes de tierra y chicos descalzos en que se había convertido el mundo en ese rincón del conurbano.
Había llegado como solía hacerlo, guiado por una combinación de un sentido de ubicación con respecto a los puntos cardinales sumado a un conocimiento general, demasiado general, del territorio. Sabía que el norte estaba para allá, y entonces deducía que la autopista estaba más allá, un poco al noreste. Y esa autopista era cortada por la avenida M. que corría desde el oeste, desde donde venía él y que, si daba con ella sólo era cuestión de seguirla, en sentido norte, hasta dar con el mil treinta. Y entonces habría llegado a destino. Si llegarse hasta una fiscalía a prestar declaración puede ser llegar a algún lado como se llega a un hogar. Entonces buscaba la avenida, su retina creía reconocer imágenes, una pizzería, una casa verde con una puerta roja. Esos chispazos de familiaridad lo confirmaban en el rumbo. Y así hasta dar con la mole gris que no tenía el mil treinta pero al que entró igual.
¿Fiscalía? Le preguntó a la chica del mostrador como quien entra en una mercería. Después pensó en lo inadecuado del tono. Sí ¿qué necesitás? Le contestó con esa correcta cercanía que ostentan algunas empleadas públicas, sobre todo si son jóvenes. Vengo a declarar, estaba citado a las diez y media. Ah, decíme el número de causa. Iba a explicar que venía por el episodio de la escuela en el que robaron un grabador cuando se dio cuenta de que no, que la chica no entendería, que seguramente no tendría conocimiento de todas las causas y menos de alguna tan insignificante como esa. Habría quedado como ingenuamente pelotudo ante esa chica tan correctamente amistosa con un escote tan prominente. Se descubrió en un dubitativo eh que ella interpretó correctamente ¿No tenés el papel que te mandaron? Ah sí, está por acá, dijo mientas se sacaba la mochila, la apoyaba en el mostrador y hurgaba en su interior. Listo, dame tu DNI y esperá que te llamamos.
Esperar, claro. No podía ser tan fácil como llegar, saludar, declarar e irse otra vez a sus asuntos. Se estaba en una dependencia pública y si hay algo cierto es que en esos lugares se espera. Y mientras estaba en eso se imaginaba al funcionario que le tomaría la declaración haciendo algo importante, algo con mayúsculas como Justicia, Enderezar lo tortuoso, Recomponer lo roto, Rellenar el hueco.
La espera lo llevó a ese estado de observación que precede a la aclimatación a un ámbito desconocido. La fiscalía o UFI como decía en la citación -aunque no sabía si fiscalía, UFI y unidad fiscal eran la misma cosa- era un espacio grande, blanco, iluminado por decenas de tubos fluorescentes. El lugar no era tan frío como, evidentemente, había sido proyectado por el arquitecto. Había como un desajuste en el plan de minimalismo eficiente con que había sido pensado. Un algo que, pensó, solía encontrar en bancos, oficinas administrativas y consultorios odontológicos del conurbano; una pared con humedad, un mate de lata sobre un sofisticado escritorio de vidrio, una melodía de cumbia a lo lejos, de fondo. Algo así. Como una mancha en una prenda inmaculada que oficiaba como recuerdo de las calles de tierra, de los ranchos de madera o cartón y el kiosco propio como un amague a la desocupación que esperaban tras las puertas de vidrio y aluminio.
Había también un tac tac tac tac tac constante. Una melodía monótona de tacos repiqueteando con prisa, como estuvieran buscando Algo que los salvara, un hilo que los condujera a la salida de ese laberinto de ficheros y carpetas y expedientes. Pero el laberinto es un rizoma, todo es adentro, todo es salida, y lo sabemos pero hacemos como si no, se dijo mientras se reía de sí mismo y su manía metafísica congénita.
Los tacos no estaban solos, estaban acompañados por unos talones y unas piernas y un tronco con extremidades, todo coronado con una cabeza que ostentaba algún peinado que decía chica joven estudiante de derecho. Se completaba con unos pantalones de oficina, una remera escotada -¿por qué todas escotadas? Quizás un intento para que el Derecho o
¡Balbuena! el tono firme lo sacó de sus cavilaciones, sí, soy yo, sígame por favor, dijo mientras se iba demasiado rápido. Se asomó a varias oficinas hasta encontrar la voz que lo había llamado. Buen día. Hola, buen día. Un traje oscuro de uso diario, anteojos sin marco y raya al costado. Sobre la mesa algunos papeles sueltos, una computadora polvorienta y un plato de vidrio con galletitas de chocolate. La oficina de un funcionario público, un abogado con no-se-qué-cargo que leyó de refilón en la firma de uno de los informes que estaban sobre la mesa. Perdón, no desayuné todavía, se explicó mientras le aceptaba un mate a un policía que acababa de entrar en silencio al despacho. No, no hay problema, lo tranquilizó por decir algo. La escena del abogado haciendo ruido con el mate que se había acabado le resultó sumamente simpática. Luego del mate ruidoso lo usual: redactar lo sucedido al funcionario, que lo traduzca en un lenguaje impersonal, en un tono que hace de lo anecdótico una suerte de absoluto, de lo contingente una suerte de declamación. Uno dice “chico” y el otro escribe “menor”, “más o menos de esta altura” (mostrando con la mano) y el otro anota “un metro cuarenta de estatura”, y sigue escribiendo “ilícito”, “ratero”, “encontrándose”, etcétera. Y uno lo lee porque es necesario leer antes de firmar y tiene la certeza de que no es lo que ha dicho; uno hablaba de un chico que entró a robar una estupidez, pero que está preocupado por el pibe, porque por qué va a hacer eso, entonces algo le estará pasando y sería adecuado alguna visita de una trabajadora social o algo por estilo pero el otro ha anotado que un menor irrumpió en no sé dónde y se dio a la fuga desconociendo la voz de alto y cosas del estilo. Y uno sabe que lo leerá un juez, si no es que lo archiva algún secretario, pero que no le dará importancia, porque hay cosas más urgentes, claro, o tal vez sí, y entonces llamen a los padres del chico a declarar y siga la causa, con un expediente y todo eso, pero que todo eso no estará bien, porque eso no es lo que uno quería decir, que el chico está ahí y necesita ayuda porque hay algo que falta y que el estado está para esas cosas. Uno sabe todo eso al leer el informe pero lo firma igual, porque de todos modos no lo entendería el abogado que lo acaba de redactar como si estuviera traduciendo. Pero no lo entendería porque lo ha traducido, porque uno y