miércoles, 23 de diciembre de 2009

cachivache

lospiesconalas
ylacabezaenelbarro
avestruzdeplumasrojasverdesyfuxias
unamáquinadeltiempohaciaelpresente
comounjuezsincódigopenal
blanconegroclarito
pulperíaylucesdeneón
saltandohaciaatrásdecabezaenelaire
desdeelaguahaciaelconcreto
tiemposinsucesión
profetadeldiariodeayer
convencióndecontrarios
uncachivachedetipo

jueves, 17 de diciembre de 2009

te sueño como sin querer
un cuerpo llamando a otro cuerpo
a pesar de las palabras mentirosas

despierto en el umbral
entre la lógica y el deseo
sabiendo a pesar mío
que te quiero
¿qué puente invisible cruzamos
entre esa mirada de niño
y esta conversación de grandes?

una bicicleta
un amigo
y volver por el puente invisible
a la otra orilla

miércoles, 9 de diciembre de 2009

momentum

llamás desde ese lugar sin tiempo
llamás cuando sueño
cuando amo

llamás a llevarte sobre los hombros
a que te diga no enojado
a mis caricias-vergüenza de varón

llamás a que me preocupe
a que quiera completarme con vos y me dé cuenta
a que me mates para irte de casa
a que construya muros de contención que puedas romper

llamás a enseñarme,
a compaderceme por mis miedos de viejo
a perderme y volverme a encontrar

llamás un nombre
llamás a mamá
llamás desde eso que sos
semilla brotando
Tengo una bicicleta especial, cuando está romántica salimos a pedalear la luna, como el extraterrestre de la película, queriendo llegar a casa, la que está más allá, del lado del queso.

martes, 1 de diciembre de 2009

el nombre de un río

hagamos un trato:
por cada día mierdoso como el de hoy,
una noche genial como esta,
como la tierra y el cielo,
el bien y el mal,
la guerra y la paz

hagamos un trato:
si es que estamos condenados a los significados,
si vivimos en la tierra de los nombres,
al menos que sea un dualismo pendular
blanco negro
negro blanco

porque si sé que es así,
si en el fondo del dolor
sé que viene la alegría,
si en la cima del éxito
sé que no será eterno,
entonces me voy a dejar llevar
disfrutando el ir y el venir,
como un péndulo,
como un río que corre y corre

si hacemos un trato lo sabré,
y siguiendo el vaivén,
el ritmo que discurre,
quizás me olvide del nombre,
del blanco y el negro

y sea el río

lunes, 30 de noviembre de 2009


Te dejás llevar, te soltás y te dejás llevar, como si te estuvieras yendo por el agujero, como en ese instante previo a la eyaculación te dejás resbalar y todo se desarma, o te desarmás en el todo, vaya uno a saber.


Te dejás llevar y no sabés dónde te llevará eso. A nada bueno, si bueno es el plancito contra el miedo que los hijos de clase media cargamos, o combatimos –otra forma de cargar, al fin y al cabo.


A nada bueno, si bueno es el plan de la corbata, la carrera y la competencia por el vino más caro en la noche de bodas. Eso y los otros ritos para resguardarnos del cielo que se nos cae encima, como sabía Asterix.


A nada bueno sí, pero es inevitable. Como en ese preámbulo del éxtasis, cuando ya es irreversible. Y la incertidumbre por el camino bueno, la intemperie, la soledad y la alegría honda, el hastío de la ciudad y las ganas de partir de una buena vez, de dejarse resbalar como agua por la rejilla del fondo.

jueves, 5 de noviembre de 2009

comunicado vigésimo primero y tres cuartos

La dirección del movimiento informa a todos aquellos hombres de bien (y a los gestores de impuestos también, sólo porque creemos que no es que les guste su trabaje sino que son animados por el más puro sentimiento de martirio a favor de la comunidad):

* antes de informar, la dirección, atendiendo a la costumbre de los autores que escriben en esta revista, copia una cita que en el caso de no ser pertinente, al menos le da a la cuestión un aire académico sumamente conveniente:

“Como no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo e idea de las opiniones y usos del país en que vivimos, a nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las cosas.”
Montaigne, De los caníbales


La dirección luego de exhaustivos estudios científicos, ha llegado a la conclusión de que en algún momento, por costumbre, por esa convención que consiste en repetir los gestos una y otra vez (en soledad o en orquesta comunitaria) tendemos a olvidar la arbitrariedad de nuestras elecciones y entonces las pontificamos, las convertimos en la única respuesta posible al problema de la existencia –o al menos al de cómo arreglarse sin papel higiénico cuando ya es demasiado tarde. Y es entonces –y está validado empíricamente- que con la conciencia de la precariedad de nuestras posiciones se nos va quizás la posibilidad más cierta de ser libres: el ser libres de aquel enano criticón que todos llevamos dentro, en el mejor de los casos a nuestro pesar. Decimos dos y luego cuatro y seis y entonces creemos en el advenimiento ineludible del ocho –sí, lamentamos decirlo, se trata de una fe tan irracional como creer que el pasto se lo comieron los camellos de los reyes magos o como creer que el 186 nos va a dejar, como todas las mañanas, en ese punto espacio temporal exacto a pesar de los agujeros negros y los vendedores de ballenitas (que nadie sabe bien para qué ya que no se usan más). Al creer que luego del seis viene el ocho, sólo porque antes han precedido el cuatro y el dos, parecemos olvidar que el próximo número en la serie podría ser el 3005, el 34 o el 1,567. Sólo habría que seguir una lógica un poco más compleja que la de sumarle dos unidades al último número mencionado (y todo esto ya lo decía Wittgenstein, quien fue un militante activo de nuestro movimiento a pesar de que hoy transite incomprendido por las facultades de lógica matemática). Y entonces seríamos genios o locos, psicóticos o esquizofrénicos, según el punto de mira (como se decía en la época de Montaigne parece) pero seguramente que no ciudadanos de a pie.
Es así que, haciendo caso omiso del orden randomizado de la existencia (en modo “shuffle”, por decirlo de algún modo, ése que mezcla el orden de las canciones según un criterio misteriosamente azaroso), decimos nuestros pareceres y nos creemos nuestras palabras. Esto nos dejaría sin cuidado si no fuera por el hecho de que años, días o segundos después, con los mismos sonidos que hemos utilizado pero agrupándolos en un orden distinto, confeccionamos argumentos que dan por tierra con nuestras opiniones precedentes. Nada tan falso, tan etéreo, como las propias palabras, mensajeros siempre infieles, pésimos traductores de los deseos de nuestro corazón.
En vista de los hechos anteriormente mencionados, la dirección del “Movimiento Por La Existencia De Más Locos Lindos Que Vean Bajar La Luna Rodando Por Callao” (MovPorLaExDeMaLocLinQueVeBaLaLuRodPorCall, en adelante) recomienda calurosamente:

a) emitir siempre las propias opiniones en tono sumamente catedrático (y si se pudiera citar la opinión de alguna personalidad consagrada, como en el caso de este artículo)
b) confirmar con la mirada adusta la validez de lo recientemente emitido como verdad absoluta
c) negarse a dar más argumentos que apoyen lo enunciado (dando a entender con la mirada o algún otro modo que son absolutamente innecesarios para cualquier persona inteligente)
d) sostener el rictus severo ante las risas, incrédulas, burlonas o hasta pretendidamente cómplices de nuestros interlocutores
e) y, finalmente, cuando se haya doblegado la resistencia de nuestro oponente dialéctico, relativizar hasta tal punto la afirmación recientemente realizada, y defendida con uñas y dientes, al punto de que tácitamente caigamos en una flagrante y rotunda contradicción.

Valgan estas instrucciones como una estrategia más al servicio de la lucha encarnizada que el movimiento (MovPorLaExDeMaLocLinQueVeBaLaLuRodPorCall), utilizando la mimesis con el contrario propia de la guerra de guerrillas, sostiene contra el invisible ejército de profesores de lógica, suegras amargadas y estudiantes de derecho que con renovado esfuerzo, insisten en adecuar la realidad a lo-que-debería-ser.

¡Hasta la victoria siempre! (aunque soldado que huye sirve para otra batalla)

lunes, 2 de noviembre de 2009

introducción a la noche

En una noche oscura, de una negrura ya cotidiana a mis ojos, un algo me tomó de la mano con una suavidad de niño o de mujer. Me convenció con su calor de seguirla y con firme suavidad me condujo por caminos desconocidos. Los pies desnudos, negros y frescos por el barro del camino, no se cansaron a pesar del largo trecho.

Cuando el día se vislumbraba en la claridad y el canto de los pájaros, llegamos a la proximidad de un bosque que se abría a nosotros como las piernas de alguna deidad de la fertilidad, completa, vital, seductora. No sin temor me dejé deslizar dentro, como algo que cae por su peso propio.

La espesura nos devolvió a la noche, ya robada por el sol inminente en el mundo exterior. Un aire fresco como un murmullo nos traía olores a oleadas, aromas de flores, del verdor de las plantas, del miedo de los animales, de la putrefacción de la materia en descomposición, de los hongos que se alimentan de la humedad de la oscuridad eterna.

En un claro, recostado contra un tronco un niño lloraba. Mi guía me invitó a mirar y soltó mi mano. El chico no pasaba los seis años, parecía más dolido que asustado, escondía su cara entre las manos y lloraba. Lloraba y lloraba porque estaba solo y hambriento, ni un pan había comido desde hace días. Sus manos huesudas se tomaban el vientre, doblaba sus piernas y apoyaba el mentón en las rodillas mugrosas. Un agujero me comenzó a nacer dentro, en el vientre, y comenzó a crecer como algo vivo hasta que llegó a mi pecho y fui algo hueco, todo vacío, una ausencia que se miraba a si misma. Quise acercarme y ofrecerle algo para su hambre. O para mi hambre (después se me ocurrió, pero nunca tuve claro cuál fue el motivo real) pero mi guía me detuvo, su mano detuvo con firmeza mi hombro y supe que no había nada que hacer. El niño seguía llorando mientras nos fuimos, mi guía, el hambre y yo.

No le quites su dolor, al menos eso tiene me dijo de algún modo que comprendí. Seguí andando desconcertado hasta que mis pasos se hicieron melodía y descubrí que estaba solo, fuera del bosque ya, en pleno día.

domingo, 1 de noviembre de 2009

llueve

Hace días que el cielo se desangra
en un ricón olvidado del mundo.
Han llovido océanos insondables;

las cimas más altas,
hasta ayer inaccesibles,
se han lavado de sus ropajes,
piedra, arena, cobre,
hasta quedar desnudas en su arquitectura esencial,
de espigadas columnas de roca

el agua ha corrido por los campos
hasta desmadrar los arroyos,
hasta hacer de la pampa un río,
un mar tormentoso,
un espejo donde mirarse el cielo
en noches serenas

el ombú majestuoso fue siendo atacado en sus raíces,
aguantó prendiéndose al suelo con firmeza,
la insistencia del agua fue mayor.
En un adiós-añoranza se soltó,
se desarraigó como un sí a un destino

para su asombro descubrió que su densidad era mayor que la del agua,
se dejó flotar,
las raíces bajo el agua,
el tronco emergiendo desnudo,
abriéndose la inmensa copa.

A la deriva viajó por el globo,
vió pirámides de roca
e ilusión,
estepas frías y yermas,
infinitas de soledad,
baobabs tragando planetas
y mundos,
navegó los mares de simas negras
hogares de criaturas inmemoriales,
conoció las montañas de arquitectura esencial,
y se perdió en el horizonte
el ombú navegante.

sábado, 24 de octubre de 2009

dolor de muelas

Es verdad que existen innumerables senderos e innumerables puentes e innumerables semidioses que quieren conducirte a través del río; pero el precio que te han de pedir será el sacrificio de ti mismo.


F. Nietzsche en Consideraciones intempestivas: Schopenhauer, educador



A veces las muelas duelen. También los ovarios, los pies y el amor propio. Duele y ese punto dolor –el que sea- como un agujero negro comienza a tragarse la materia a su alcance. Como si le sacáramos el tapón a la bañadera de la existencia y se formara un remolino por donde se nos fuera el agua de la –nuestra- realidad. Duele y como un compuesto cáustico va minando la solidez de lo-hasta-recién-tan-firme.

Y uno le presenta batalla, porque no es cosa de que en el dos mil y pico un dolor de muelas –o de ovarios, o de pies, o de amor propio- nos complique la vida impidiéndonos trabajar o ir al banco o llevar los chicos a la escuela o cualquier otra forma de salir a ordenar el mundo como si se tratara de frascos en alguna alacena. Es que uno ha tomado sus recaudos: está al día con la prepaga, se cepilla bien los dientes después de cada comida, piensa en positivo y no le hace mal a nadie, vive y deja vivir.

Todo esto pensamos, o al menos lo intuimos, borroso, porque este dolor puto no nos deja pensar con claridad. Bajamos a la farmacia por ibuprofeno cinco mil, el más fuerte que tenga por favor, o cualquier otra pastilla o conjuro disponible en plaza que nos prometa el orden perdido. Poner otra vez los frascos en fila, cada uno con su etiqueta –yerba, azúcar, polenta, bien, mal-, cada uno en su lugar.

Entonces el dolor pasa, y por un rato jugamos otra vez a los frascos y a las etiquetas; pero más tarde, en alguna esquina de la realidad –en el banco, en la cola del supermercado, en la escuela, en el hotel alojamiento, en el consultorio del psicoanalista o cualquier otra sala de espera de uno mismo- el puto dolor vuelve. Vuelve a pesar de dos mil años de conceptos –etiquetas-, moral y ciencia. A pesar del tratamiento de conducto y las pastillas sublinguales. Como un agujero negro vuelve. Como un pícaro que nos confundiera las etiquetas: azúcar por sal y escupir irritados el café con leche, salado.

No hay nada que hacer, pedimos disculpas, a los otros -a nuestro jefe, a nuestro amante, a nuestros chicos- pero sobre todo a nosotros mismos y faltamos a nuestra cita con los frascos y la alacena. Nos quedamos solos con el agujero negro que ha empezado a devorarnos la escenografía otra vez. Al final quedamos sentados desnudos sobre la losa fría de la bañadera, porque el agua se ha ido por el agujero negro. Entonces descubrimos que hay un espacio, un pedazo de pampa desierta aún, como olor a libro nuevo. Y podemos entrar en él y estar, estar nada más, eximidos por este puto dolor de todo hacer, de todo ordenar frascos. Quedamos solos con esa persona, extraña ya, que de lunes a lunes se viste, se peina, se perfuma y sale al mundo a ordenarlo. Y sin querer algo se nos cuela dentro, en ese espacio abierto, algo que se siente muy pero muy bien, como el aire fresco luego de llover, como la alegría de ser quien se es.

solo

Nadie puede construirte el puente sobre el cual hayas de pasar el río de la vida; nadie, a no ser tú.

F. Nietzsche en Consideraciones intempestivas: Schopenhauer, educador

Solo.

Y el mundo como un escenario para estar conmigo mismo.


Ipseidad.


Solo.

Y las voces acalladas surgen desde un tiempo inmemorial.

Como agua mineral brotan del suelo, de las paredes, de la roca.


Solo.

Camino bajo la lluvia.

En un bolsillo las llaves de casa, en el otro lo que quedó de dignidad.

¿Qué más se necesita? me reconforto,

las llaves de casa y algo de dignidad.


Afuera llueve gris,

adentro alguien solo añora solitud,


entre las mesas que ríen gritando.

sábado, 10 de octubre de 2009

noche

se hace la noche
las cifras pitagóricas se disuelven
las cosas dejan de ser lo que son,
para ser otras
para ser nomás

sombras en la oscuridad,
incertidumbre de formas
y densidades
y relieves

murmullos en la oscuridad

sábado, 3 de octubre de 2009

miradasonrisa

y en una de esas, en un girar-girar-rueda-de-carro-existencia, sus ojos se encontraron, y se reconocieron, y se sonrieron. Cubo-de-rueda-de-carro, inmóvil, sereno en la actividad. Sonrisa-mundo, sonrisa-océanoinsondable, sonrisa-cielofrescoazulazul, sonrisa-niño, sonrisa-primera, sonrisa-bañodesol, sonrisa-airecampo, sonrisa-vientocara, sonrisa-changosdescalzospatiodetierra, sonrisa-primerbroteprimavera, sonrisa-encuentrodeojosreconociendosesonriendo

jueves, 1 de octubre de 2009

calor en agosto

Claudio vive la paradoja del calor en agosto. Eso y las ganas de ser con mayúsculas en un tiempo que sabe precario.
Quizás Claudio sufra de esa suerte de idealismo indolente que pretende viajar sin salir de casa. Ese que termina privándolo del viaje y del hogar. O quizás Claudio esté experimentando el momento de espera, silenciosa e incierta, antes de la explosión cósmica. Como la última helada de septiembre. Como la flor sorprendida por la helada primaveral.
El caso es que es agosto y Claudio no sabe si algo nace o algo se muere en él. Claudio piensa que, en una de esas, las dos cosas están pasando al mismo tiempo. Lo que, en el fondo, es no decir nada; un no saber huérfano de conceptos. Como primavera, helada, septiembre, Claudio.

viernes, 25 de septiembre de 2009

más nada

La cara al viento
de frente,
y no es coraje,
es no tener más que el alma desnuda
y un cuerpo que aún quiere vivir.

No es coraje,
es el dolor de tenerse a sí
(en)
un cuerpo
y un adentro vivo.

El viento en la cara,
el corazón náufrago,
y más nada.

domingo, 20 de septiembre de 2009

nube

cielo fresco
nube nube

blanca

nube antes de la n
de la u
de la b
de la e
de cualquier taxonomía


nube nube
vuelo ágil

nube dentro

el centro
de ninguna circunferencia

sábado, 19 de septiembre de 2009

sin nombre

¿Cuándo la piedra es piedra?
¿Cuando la palabra que la nombra,
o que lo intenta,
emula la solidez de lo nombrado?

¿Cuándo el orden es orden?
¿Cuando nos ponemos en fila y sin hablar,
con el guardapolvo blanco blanco,
en el acto escolar de lo habituado?

¿Cuándo la vida es vida?
¿Cuando crecemos, nos desarrollamos,
asimilamos y nos reproducimos
sin contar con el declinar,
la soledad y la muerte?


El sol disco furioso naranja se sumerge ya en un horizonte infinitamente curvo.


Los golpes sordos de los terrones negros contra la madera del cajón.


Las risas de una mujer y un niño, hoy inesperadamente felices.

la solidez del agua

Un corrimiento lateral cualquiera, un desajustarse involuntario azaroso, y la vida ya no es lo que era; ya no transitamos el sendero habitual, hecho surco por cientos y cientos de pies acostumbrados. Nos descubrimos a un costado, asombrados de que haya sido un sendero, una huella más, indiscernible casi de ese rizoma de sendas en la inmensidad de la pampa, del desierto. Todas infinitas, todas circulares, todas sin otro destino que si mismas. Lo abierto se nos mete dentro como un océano, nos inunda con su pasmosa amplitud, pura anchura, pura profundidad. Y no hay Camino ya. Ni red ni padre ni dios ni deber ser que nos haga zafar salvándonos de la tarea incesante de ser epílogos de nosotros mismos.

viernes, 11 de septiembre de 2009

imaginares en borrador

En una caverna subterránea, con una entrada tan grande como la caverna toda, abierta hacia la luz imagina hombres que se hayan ahí desde que eran niños, con cepos en el cuello y en las piernas, sin poder moverse ni mirar en otra dirección sino hacia delante impedidos de volver la cabeza a causa de las cadenas.
Platón




Un hombre imaginando o soñando,

es indistinto porque la vida es sueño,

mirando el fondo de la caverna,

donde las sombras y las palabras parece que fueran.

Un hombre soñando con un mundo barco,

que flotara y navegara el universo,

en viaje de conquista, en viaje entre islas por descubrir

y serpientes gigantes y peligros de zozobra.

Imaginó unos hombres hermanos, del mismo linaje,

Descendencia de la tierra madre, del devenir y el fuego.

Imaginó que los hombres imaginaban y soñaban

y las palabras hacían un paso atrás y permitían,

un rato al menos,

que las cosas volvieran a vestirse con su desnudez.




-----------------------------------------------





Imaginó un mundo

donde los hombres hubieran

olvidado su linaje

de estrellas, de polvo de estrellas.

Un mundo ya no nave en viaje errático entre

olas y planetas y estrellas muriendo.

Imaginó un mundo firme,

apoyado sólidamente en algún

plano de dos dimensiones,

reelaboración mitológica moderna

de los elefantes o la tortuga

que sostuvieran el orbe en otros tiempos.

Imaginó que los hombres habían olvidado

que vivir es soñar,

que lo real es lo más difícil de ver,

porque se requiere el coraje de bailar

al compás de lo que deviene.

Imaginó un mundo

de hombres tristes pero satisfechos,

que hubieran aprendido

después de un tiempo de hacer fuerza a no ver,

a decir fuerte,

gritando,

para no soñar despiertos,

para no imaginar mundos

que amenacen la solidez redonda

de su sueño-no-aún-sospechado.

sol y verde

Las calles encharcadas, calles de tierra y barro, barro y agua. Sol y Verde. No es un jugo de frutas natural, es una estación de tren, allá, por donde el diablo perdió el poncho, algunas casas bajas de material, de madera o de chapa, que se van congregando junto a las vías. Tiene algo de campo, tiene algo de nuevo. El cielo es azul, azul profundo, los días de sol en Sol y Verde. Y las bicicletas, y los carteles invitando dos bandejas de frutillas a cinco pesos, y las gallinas, los perros, los chanchos y las chivas, y más bicicletas, bicicletas por todos lados, en las calles anchas, en las puertas de los locales, en el galpón al lado de la estación, cien, doscientas o más bicicletas colgadas a cincuenta centavos la estadía, y el supermercado con las paredes pintadas y un cartel que me llama la atención: domingo 21 elección de la reina de la primavera, 500 pesos, mil bandejas de frutillas pienso, o quinientas tortillas santiagueñas, de ese parrillita que está al lado de los laberintos rojos y blancos, sobre las vías, y los chicos con guardapolvo que vuelven de la escuela pateando latas y haciendo puntería contra los postes de luz, y toda la ropa al sol en cada una de las casas, como si todos se hubieran puesto de acuerdo, como si el jueves fuera el día de lavar. No, me doy cuenta, al fin paró de llover y salió el sol. Y el cielo azul profundo. Y es hora de lavar y secar la casa y abrir las ventanas y dejar que corra este viento limpio.

Cuando llegue a casa –si es que llego algún día, si este servicio de tren condicional por accidente en el paso a nivel Rivadavia, como advierten los altoparlantes- donde también está la ropa colgada, porque allí también llovió una semana seguida y ahora salió el sol, cuando llegue voy a mirar el cielo para ver si es azul también allí, de este azul profundo, y si se respira este aire de vida simple y nueva que se siente en Sol y Verde. Pienso que allí también salió el sol y algo parecido a un optimismo, algo así como una esperanza de tierra y orígenes y cielo limpio me brota adentro.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Alguien dijo que ese acto de dejarse caer que es dormirse, es como despedirse a uno mismo en un andén.
Esta noche siento que es como esperarse a si mismo en casa, con la comida pronta y el fuego encendido.

domingo, 30 de agosto de 2009

justicia con minúscula

El frente de mármol gris y vidrios espejados era una metáfora de la desolación. Ministerio de justicia, en letras grises, grandes, sólidas. Dirección no había. Mil treinta se repitió como confirmándose un paradero, un punto firme al cual agarrarse con fuerza y evitar ser arrastrado en esa marea de carros a caballo, camiones desvencijados, nubes de tierra y chicos descalzos en que se había convertido el mundo en ese rincón del conurbano.

Había llegado como solía hacerlo, guiado por una combinación de un sentido de ubicación con respecto a los puntos cardinales sumado a un conocimiento general, demasiado general, del territorio. Sabía que el norte estaba para allá, y entonces deducía que la autopista estaba más allá, un poco al noreste. Y esa autopista era cortada por la avenida M. que corría desde el oeste, desde donde venía él y que, si daba con ella sólo era cuestión de seguirla, en sentido norte, hasta dar con el mil treinta. Y entonces habría llegado a destino. Si llegarse hasta una fiscalía a prestar declaración puede ser llegar a algún lado como se llega a un hogar. Entonces buscaba la avenida, su retina creía reconocer imágenes, una pizzería, una casa verde con una puerta roja. Esos chispazos de familiaridad lo confirmaban en el rumbo. Y así hasta dar con la mole gris que no tenía el mil treinta pero al que entró igual.

¿Fiscalía? Le preguntó a la chica del mostrador como quien entra en una mercería. Después pensó en lo inadecuado del tono. Sí ¿qué necesitás? Le contestó con esa correcta cercanía que ostentan algunas empleadas públicas, sobre todo si son jóvenes. Vengo a declarar, estaba citado a las diez y media. Ah, decíme el número de causa. Iba a explicar que venía por el episodio de la escuela en el que robaron un grabador cuando se dio cuenta de que no, que la chica no entendería, que seguramente no tendría conocimiento de todas las causas y menos de alguna tan insignificante como esa. Habría quedado como ingenuamente pelotudo ante esa chica tan correctamente amistosa con un escote tan prominente. Se descubrió en un dubitativo eh que ella interpretó correctamente ¿No tenés el papel que te mandaron? Ah sí, está por acá, dijo mientas se sacaba la mochila, la apoyaba en el mostrador y hurgaba en su interior. Listo, dame tu DNI y esperá que te llamamos.

Esperar, claro. No podía ser tan fácil como llegar, saludar, declarar e irse otra vez a sus asuntos. Se estaba en una dependencia pública y si hay algo cierto es que en esos lugares se espera. Y mientras estaba en eso se imaginaba al funcionario que le tomaría la declaración haciendo algo importante, algo con mayúsculas como Justicia, Enderezar lo tortuoso, Recomponer lo roto, Rellenar el hueco. La Mano del Estado, La Mano de la Venganza, La Mano de la Madre.

La espera lo llevó a ese estado de observación que precede a la aclimatación a un ámbito desconocido. La fiscalía o UFI como decía en la citación -aunque no sabía si fiscalía, UFI y unidad fiscal eran la misma cosa- era un espacio grande, blanco, iluminado por decenas de tubos fluorescentes. El lugar no era tan frío como, evidentemente, había sido proyectado por el arquitecto. Había como un desajuste en el plan de minimalismo eficiente con que había sido pensado. Un algo que, pensó, solía encontrar en bancos, oficinas administrativas y consultorios odontológicos del conurbano; una pared con humedad, un mate de lata sobre un sofisticado escritorio de vidrio, una melodía de cumbia a lo lejos, de fondo. Algo así. Como una mancha en una prenda inmaculada que oficiaba como recuerdo de las calles de tierra, de los ranchos de madera o cartón y el kiosco propio como un amague a la desocupación que esperaban tras las puertas de vidrio y aluminio.

Había también un tac tac tac tac tac constante. Una melodía monótona de tacos repiqueteando con prisa, como estuvieran buscando Algo que los salvara, un hilo que los condujera a la salida de ese laberinto de ficheros y carpetas y expedientes. Pero el laberinto es un rizoma, todo es adentro, todo es salida, y lo sabemos pero hacemos como si no, se dijo mientras se reía de sí mismo y su manía metafísica congénita.

Los tacos no estaban solos, estaban acompañados por unos talones y unas piernas y un tronco con extremidades, todo coronado con una cabeza que ostentaba algún peinado que decía chica joven estudiante de derecho. Se completaba con unos pantalones de oficina, una remera escotada -¿por qué todas escotadas? Quizás un intento para que el Derecho o la Justicia se agacharan un poco como un adulto que se abaja para charlar con un chico- y algún tatuaje más o menos visible, fabuló.

¡Balbuena! el tono firme lo sacó de sus cavilaciones, sí, soy yo, sígame por favor, dijo mientras se iba demasiado rápido. Se asomó a varias oficinas hasta encontrar la voz que lo había llamado. Buen día. Hola, buen día. Un traje oscuro de uso diario, anteojos sin marco y raya al costado. Sobre la mesa algunos papeles sueltos, una computadora polvorienta y un plato de vidrio con galletitas de chocolate. La oficina de un funcionario público, un abogado con no-se-qué-cargo que leyó de refilón en la firma de uno de los informes que estaban sobre la mesa. Perdón, no desayuné todavía, se explicó mientras le aceptaba un mate a un policía que acababa de entrar en silencio al despacho. No, no hay problema, lo tranquilizó por decir algo. La escena del abogado haciendo ruido con el mate que se había acabado le resultó sumamente simpática. Luego del mate ruidoso lo usual: redactar lo sucedido al funcionario, que lo traduzca en un lenguaje impersonal, en un tono que hace de lo anecdótico una suerte de absoluto, de lo contingente una suerte de declamación. Uno dice “chico” y el otro escribe “menor”, “más o menos de esta altura” (mostrando con la mano) y el otro anota “un metro cuarenta de estatura”, y sigue escribiendo “ilícito”, “ratero”, “encontrándose”, etcétera. Y uno lo lee porque es necesario leer antes de firmar y tiene la certeza de que no es lo que ha dicho; uno hablaba de un chico que entró a robar una estupidez, pero que está preocupado por el pibe, porque por qué va a hacer eso, entonces algo le estará pasando y sería adecuado alguna visita de una trabajadora social o algo por estilo pero el otro ha anotado que un menor irrumpió en no sé dónde y se dio a la fuga desconociendo la voz de alto y cosas del estilo. Y uno sabe que lo leerá un juez, si no es que lo archiva algún secretario, pero que no le dará importancia, porque hay cosas más urgentes, claro, o tal vez sí, y entonces llamen a los padres del chico a declarar y siga la causa, con un expediente y todo eso, pero que todo eso no estará bien, porque eso no es lo que uno quería decir, que el chico está ahí y necesita ayuda porque hay algo que falta y que el estado está para esas cosas. Uno sabe todo eso al leer el informe pero lo firma igual, porque de todos modos no lo entendería el abogado que lo acaba de redactar como si estuviera traduciendo. Pero no lo entendería porque lo ha traducido, porque uno y la Justicia hablan distintas lenguas. Y entonces uno lo firma lo mismo, y saluda y se va, como si hubiera venido a eso, como si estuviera satisfecho, pero dentro sabe que hay algo mal, muy mal, casi irremediable.

domingo, 23 de agosto de 2009

rocío y sus gatos

La vi cuando salí a correr el camión del reparto, estaba tendida de espaldas, cubierta apenas con una frazada agujereada, la cara al sol en un gesto de satisfacción, el cuerpo descansando inmóvil. No es que me haya llamado la atención ver a Doña Rocío acostada en la plaza, ella vivía allí desde hace tres años, cuando se fue de la casa de su marido, Benito, dueño de una galería comercial en el centro de la ciudad. Me gustaba verla ahí en la plaza, levantándose y ordenando sus cachivaches, como en su casa, mientras levantaba la persiana del almacén. Entonces le sonreía y la saludaba. Y mi saludo no era de compromiso ni mi sonrisa de piedad, porque a Doña Rocío, o Rocío a secas, como me había pedido que la llamara, no se le podía tener lástima; tan Carlomagno ella con su reino de piedras y árboles y pájaros.


Lo que me llamó la atención esa mañana fueron sus gatos. Y digo sus porque no tengo otra palabra; pero no quiero decir que los gatos eran de ella, como una posesión. Eran de ella, sí, pero porque había habían aprendido a estar juntos, los gatos y Rocío habían tejido sus vidas con esos hilos de alegrías y añoranzas que forman el entramado de las relaciones entre los seres humanos. O entre los seres humanos y los gatos, con Rocío lo supe. Lo que me llamó la atención, decía, fueron los gatos, todos los gatos, todos sus gatos, una docena calculo, sobre el cuerpo inmóvil de Rocío. Como náufragos en una roca desierta en medio del mar. Fue eso lo que me llamó la atención y una sospecha se metió en mí en forma de inquietud: Rocío no dormía.


Era septiembre, los días eran más largos ahora, los árboles y las plantas y el sol habían renacido. Y Rocío estaba allí, como con una sonrisa, bajo una fiesta de gatos. Siempre me había llamado la atención su decisión; Rocío había vivido con Benito durante quince años. Tenían algunas cosas, un buen pasar económico, una vida social, guiños y costumbres adquiridos o anquilosados durante años de convivencia, el diario el domingo por la mañana, las caminatas los sábados al alba. Todo eso hasta la mañana de ese viernes, me lo contó casi a su pesar, cuando llegó de improviso a su casa, había viajado y no llegaba hasta el sábado, pero los planes no se cumplieron y llegó el viernes, y se encontró con Benito y esa chiquita que le hacía de secretaria, y de algunas cosas más, entonces lo supo, metidos en su cama, la que compraron cuando se casaron.


Rocío me contó, y le creí, que no se enojó. Simplemente vio todo claro. Un momento de iluminación, dijo ella. Desde la muerte de Julián, a los seis años de edad, por una complicación pulmonar evitable, todo en esa casa se había ido apagando, Benito y Rocío continuaron con sus vidas en piloto automático, como por inercia, como un tren que siguiera moviéndose con el motor ya apagado. Rocío lo vio, entendió, juntó un par de cosas, un poco de plata, lo indispensable como para no cortar totalmente el hilo de identidad que la sostenía, y se fue. Anduvo por varios hoteles, casas de amigas primero, la plaza y la calle, de a poco, después. Benito hizo y deshizo para convencerlo de que volviera, que recapacitara, que aceptara una mensualidad mínima al menos. Rocío se negó a todo, no por despecho, decía ella, simplemente no quería más eso. Ahora ella tenía su reinado de plaza y verde y sol o lluvia. Y con eso le bastaba, decía ella. Al final Benito desistió y en el barrio nos acostumbramos a la figura de Rocío en la plaza, a sus sonrisas, a su olor, a sus cuentos a los chicos.


Todo eso era hasta que Claudio, el repartidor de Quilmes, se olvidó el talonario de remitos sobre el mostrador y yo salí a correrlo. Entonces la vi bajo una montaña de gatos. Entregué el remito, preocupado, y me acerqué, la llamé y la zamarreé, nada. Se fue, me dije, y volví al almacén a llamar al Same. Estuve un rato para comunicarme y cuando salí quedé anonadado, no había nada. Ni Rocío ni los gatos ni nada. Sólo una frazada agujereada como un guiño a la veracidad de mi relato, como una confirmación ante la incredulidad de los policías y los enfermeros. Nada, sólo el recuerdo de un cuerpo y unos gatos añorándole la alegría.





Nota al pie: a veces me confundo y me digo si no será todo esto fruto de mis lecturas; en ese entonces estaba con “La borra de café” de Benedetti y “El vizconde demediado” de Ítalo Calvino. Lecturas que recomiendo, sobre todo si el lector gusta de dormirse al sol alguna tarde de septiembre reinando sobre algún pedazo de pasto de plaza.

domingo, 16 de agosto de 2009

error de cálculo

Cuando el motor falló por primera vez, como tosiendo, supo que sus sospechas se habían confirmado. Hacía ciento cincuenta kilómetros que tenía el viento frente. Hacía cien kilómetros que luchaba contra el frío resistiendo el entumecimiento. El cuerpo ligeramente encorvado hacia delante, para aprovechar mejor el reparo del parabrisas, las piernas estiradas, saliendo por delante de los posapiés, los brazos ligeramente flexionados y la mirada alta y atenta. Hacía cien kilómetros que bailaba con el viento una danza exigente, en la que todo él estaba comprometido. Hacía cien kilómetros que exigía el motor para mantener el ritmo de marcha.

Y pensaba. Porque en la inmensidad la pampa, sin más que el ruido del motor y del viento contra el casco, la ruta monótona, recta y desierta, no contaba más que consigo mismo como distracción. Y entonces entraba en esos diálogos internos que llamaremos pensar. Pensaba que le gustaba esto de viajar solo. Quizás estos cuatrocientos quilómetros en moto en pleno julio no fueran más que una excusa para estar consigo unas horas. Para estar con la tierra, el viento y eso que lo habitaba. Para sentir -un poco, no vaya a creer- el frío y el hambre como figuras de lo no acabado. Para estar a merced del viento, que bien lo sabía en ese momento, sopla cuando quiere.

Y en esos desvaríos, en esos diálogos como de mate en mano en los que se sumergía con facilidad y que yo llamo pensar, apareció una inquietud: ¿llegaré con la nafta? Sabía que un tanque le duraba unos trescientos quilómetros. Y aún así le quedarían unos cincuenta quilómetros más en la reserva. Sabía también que el viento soplaba de frente, fuerte, y que la moto consumiría considerablemente más.

Sus peores pronósticos se mostraban ahora demasiado optimistas: ni doscientos quilómetros y esa falla como de tos, el motor quedándose por un momento sin aliento, como un asmático que se encuentra sin aire. En el primer tosido lo comprendió todo, era clarísimo. Y lo curioso es que estuvo bien, le pareció lo adecuado, estuvo de acuerdo. Frenó suavemente, con el motor apagado ya. Se alejó unos metros del asfalto y dejó la moto sobre la muleta. Se sacó los guantes y el casco como quien ha llegado a algún lugar. Se desabrochó la campera y se sentó sobre el pasto. Sopesó la situación, campo y más campo, pampa, pocos autos, el viento en la cara, fuerte, el sol alegre, ya en su descenso, en un par de horas se haría de noche y ahí sí que se sentiría el frío. Algún automovilista que pasara hubiera dicho que ése allí sentado esperaba. Pero no era así. Simplemente estaba allí, disfrutando, siendo uno con una lógica que iba más allá, que lo trascendía, que no había entrado en sus cálculos.

domingo, 9 de agosto de 2009

acto de fe

Creo en el alcohol en gel, el homicidio en defensa propia y la vida larga y sin excesos.
Creo en la felicidad-en-la-tierra-en-forma-de-eso-último-que-nos-ofrecen-por-tv, en la buena intención de los presentadores de realitys shows y en el llanto de las vedettes en primer plano.
Creo que somos nuestro peinado -o nuestro auto, profesión, cónyuge, apellido o cualquier cosa que podamos tener como en un puño cerrado, en la paz del terrenito-propio-al-fin y en la generosidad de la mano invisible del mercado.
Creo en la ciencia seria seria, creo en que el que está en el estrado más alto tiene la razón y en las fechas de vencimiento de los chocolates.
Creo que no hay que perder el tiempo, porque es dinero, creo en los billetes y ante todo creo en los resúmenes de las cuentas bancarias.
Creo en el código binario, en no mover mucho el avispero y, ante todo, creo que los trapos sucios se lavan en casa.
Creo que cada cual tiene lo que se merece, creo en el esfuerzo duro duro y creo ante todo que siempre podemos aguantarnos para después.
Creo en la literalidad de los mitos -¿por qué sino qué?, creo que si no hacemos un poco de esfuerzo nos vamos a ir por el embudo y vaya a saber uno dónde vamos a parar, y creo que éste es el mejor de los mundos posibles.
Creo en la razón a secas, en las corbatas rojas y en la transparencia del sistema de premios y castigos natural e universal.
Creo que todo tiempo pasado fue mejor, creo que los vencedores tienen la razón y creo, sobre todo y ante todo, creo que si lo digo en voz más alta, un poco más firme, esta vez se va a silenciar esa vocecita interna que, a veces, duda.

sábado, 8 de agosto de 2009

juegos de chicos

- Mi abuela se murió.
- La mía también. Una, la otra no.
- ¿Y se fue al cielo?
- No, la metieron en una caja de madera y la enterraron
- ¿Dónde?
- En el cementerio.
- Ah, la mía no, la mía se fue al cielo. Y mi mamá me dijo que yo también voy a ir al cielo, si me porto bien.
- Ah, dijo Lucía mientras acomodaba la casita. Unos bloques de madera, cuadrados o rectangulares, rojos, azules y amarillos, hacían de mesas y de camas y de sillones y de la cocina y de la heladera. Los hijos eran playmovils. Papá y mamá eran un Ken y una Barbie, respectivamente. Papá estaba sentado mirando fútbol, con los dos hijos varones, que un poco miraban y un poco jugaban con los autos en la alfombra. Mamá se arreglaba en la pieza, tenía una fiesta a la noche y quería estar linda. Como le costaba ponerse linda estaba un poco enojada. Las nenas sabían que cuando estaba enojada era mejor no molestarla. Por eso hacían sus cosas solas en el jardín.



Jorge pasó la hoja en un gesto automático. Había algo en eso de sentarse a devorar apuntes en las vísperas de finales que lo tranquilizaba. Sabía exactamente lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Una suerte de orden, de destino en forma de programas de estudio y prolijos apuntes y fichas de fotocopias. Fichas y más fichas. Marx, Freud, Lévi-Strauss, Ameigeiras, Suzuki, Foucalt, Lacan, Aberasturi. Un conjunto de nombres, eso nada más, nombres, letras negras en papeles manchados, fotocopiados, con ilegibles anotaciones en los márgenes inmortalizadas en la última copia. Se sentaba y empezaba a leer, subrayaba, hacía un cuadro y un resumen. Todo lo juntaba, le daba un par de vueltas en la cabeza, lo memorizaba y lo escupía en la mesa de examen. Y ponía cara de entender, y era amable con los profesores y pensaba antes de responder. Y sobre todo, ante todo, porque eso lo había descubierto ni bien entró a la facultad, en el CBC, cuando sus compañeras transpiraban y se morían de miedo y fracasaban en los exámenes que habían preparado con impecable esfuerzo, guardaba dominio de sí. Estaba entero, como dominando la situación. Aunque dentro fuera un caos, fuera no se notaba, el rostro impasible de un jugador de póquer con escalera servida.
En la nueva hoja no seguía Nietzsche y su superhombre. Revisó de nuevo, fue para atrás, pagina 78, pasó la hoja, página 113. Además la tipografía había cambiado, esta era más chiquita y más somática. Arriba, escrito a mano: “Erich Fromm. El miedo a la libertad”. El título del libro estaba subrayado en una línea descendente. Le sorprendió la seguridad del trazo. Siempre le sorprendía esa gente que sabía lo que hacía. Él no. Él se sentía bien cuando seguía un orden, como el de las vísperas de los finales. "Capítulo VII. 1. La ilusión de la individualidad". Individualidad, qué palabra. Empezó a leer con el lápiz negro en la mano. Había desarrollado una técnica, leía rápido, como sin querer. Cuando encontraba algo que le llamaba la atención lo subrayaba y marcaba el número de hoja en un circulito. Luego repasaba los números de hojas, en las marcadas volvía leer lo subrayado. Lo pensaba. Si no tenía sentido leía lo que venía antes y así. Al final hacía un mapa conceptual y un resumen. Y listo. Una nueva ficha, un nuevo apunte, algún otro nombre, algunas otras palabras: Kant, Kuhn, Kilgsberg.
"Dentro de nuestra cultura, sin embargo, la educación conduce con demasiada frecuencia a la eliminación de la espontaneidad y a la sustitución de los actos psíquicos originales por emociones, pensamientos y deseos impuestos desde afuera". Lo subrayó, el párrafo entero. Genial, pensó. Marcó el número de página: 284. Más adelante subrayó otra cosa: "el hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear". Página 296.


Lucía y Ema seguían jugando. Mamá-Barbie bajó de su cuarto y se asomo a controlar qué hacían las chicas.
- ¿Qué están haciendo?
- Jugando má.
-Bueno, pero no se ensucien mucho el vestido que después me la paso todo el día lavando, salgan de la tierra.
- Pero, no podemos, acá está la casita.
- Bueno, pero tomen, siéntense en las sillitas. Yo me voy comprar un rato, voy y vuelvo eh, pórtense bien.
- Sí.
- Les dejé la leche servida, después le piden a papá que se las caliente en el microondas, no lo prendan ustedes eh.
-Bueno.

Emma puso a Mamá-Barbie a un costado, boca abajo. Los nenes seguían con Papá-Ken, mirando la tele y jugando con los autos. Lucía agarró un playmovil y dijo con voz de interesante:
- ahora que no están los grandes podemos hablar de nuestras cosas.
- Sí, dijo Emma con su muñeco en la mano, hablemos de las cosas que nos importan, agregó forzando la voz.
- Eso, de dónde vienen los bebés y adonde se van las abuelas.
- Algunas abuelas se van al cielo, las que se portan bien. Y otras las meten en una caja y se quedan en el cementerio.
- ¿Las que se portan mal?
- Las abuelas no se portan mal, pero a veces no les hacen regalos a sus nietos.
- O se pelean con los papás.
- ¿Y dónde se van los perros y los gatitos cuando se mueren?
- Al cementerio o al cielo, como las abuelas.
- Si no se mueren se van al campo. Oso se fue al campo cuando estaba viejito.
- ¿Y los gatitos también?
- Algunos sí, creo.
- Entonces algunas abuelas están en el campo con los perritos y los gatitos.
- ¿Y los bebés de dónde vienen?
- De la panza de las mamás.
-¡Ya sé tonta! Es obvio. Pero antes, antes de la panza ¿dónde estaban?
- En el cementerio yo no ví ninguno.
- Y del cielo no pueden bajar solos porque son muy chiquitos.
- Por ahí están el campo, con las abuelas y los perritos y ellas los cuidan y los acompañan hasta la panza.
- Sí, seguro.

lunes, 3 de agosto de 2009

picado a los doce o trece

Pisó la pelota en un gesto napoleónico mientras miraba imperturbable cómo su contrincante pasaba de largo arrastrándose en el polvo. Luego de un instante, el momento exacto para que su rival quedara fuera de juego, retomó la carrera con la mirada en alto. La actitud segura de quien sabe lo que hace, como si el defensor recién caído, ése que lo había perseguido, que le había mordido los talones con patadas breves pero firmes disputándole el balón durante trece metros, trece agónicos metros, hubiera estado destinado desde siempre al polvo. Como si él lo hubiera sabido y su derrota sólo hubiese sido una confirmación de una profecía aciaga.

Nadie lo notó, pero Dani, ése que ahora reemprendía el combate de la pelota en los pies, estaba ahora algún centímetro más alto. Nadie se dió cuenta pero su pecho ocupaba ahora una dimensión ligeramente mayor. Porque hay cosas que de afuera no se ven; sólo un muchacho, qué digo, un chico, un pendejo, jugando a ese constante perder y ganar el poder, esa lucha de egos que es el fútbol a los doce años. Acaso el observador no hubiera sabido que a los doce o trece años uno puede tener más o menos experiencias con mujeres (quizás alguno de la clase haya debutado en una casa de tolerancia, iniciado en las tareas del macho por algún tío o hermano mayor), uno puede ser más o menos compadrito (haber desarrollado en mayor o menor medida esa habilidad de defender el honor -esa confusión de miedos y ego luchando por emerger que es la propia estima a los doce años- a las piñas o, al menos, por medio de amenazas convenientemente creíbles) pero que esas conquistas no importan demasiado a los doce años. El observador quizás no hubiese sabido que a los doce o trece años uno es hombre, uno es respetado por sus congéneres (porque eso es lo que vale, por eso uno hace todo lo que hace a esa edad: para ser reconocido por sus compañeros, para demostrar que se es hombre) cuando se impone en una cancha de fútbol.

Por todo eso Daniel, aunque tal vez no lo hubiéramos notado, era un poco más alto ahora. Por eso sus pulmones acogían un poco más de aire en cada que inhalación. Porque la había pisado y Jorge, Jorgito, el que no dejaba de gastarlo con su hermana, el que se escondía en la impunidad de un cuerpo naturalmente más robusto, estaba allá atrás mirándolo desde el suelo dentro de la nube de polvo que había levantado con su propia caída. Si hubiéramos estado atentos a su gesto en ese momento, además de la mirada desafiante, habríamos notado un esfuerzo por contener una sonrisa. Es sabido: el guerrero, aún en el momento de la victoria final no puede permitirse mostrar autocomplacencia, un código no escrito se lo impide. Sólo le es dada la actitud estoica de quién presencia el dictamen inevitable de los hados.

Daniel levantó la mirada, uno, dos, tres defensores, el arquero y, más allá, la gloria. Nada más había. Nada más cabía en ese mundo de quince jugadores de guardapolvo: una superficie de tierra, dos arcos más simbólicos que reales marcados por los buzos de gimnasia, una pelota de cuero descolorido y diez minutos entre matemática y biología. Nada más.

Daniel lo vió venir al gordo Juan. Frenó la carrera. La pisó, como contra Jorge. Juan no fue tan ingenuo, corría con cautela, como un caballo con el freno tirante no largaba toda su fuerza. Juan frenó también. Daniel dudó. Amagó para la derecha pero salió para la izquierda. Juan sabía, Daniel siempre la hacía, parece que quiere para un lado pero agarra para el otro, queriendo hacer de su pique una ventaja. Juan sabía y se jugó. Se tiró para ese lado. Daniel miró cómo adivinaba su intención. Vió cómo, a pesar del esfuerzo en el que se le iba el alma, el pie de Juan llegaba antes. En un instante pleno de zozobra, mientras se hacía mas petizo, mientras se le achicaba el pecho, vió cómo la pelota se le iba lejos.

Daniel frenó, puta madre escupió en un gesto cansado mientras se sostenía con las manos en las rodillas. Puta madre, mientras miraba el suelo de tierra unos segundos.

Dani otra vez, el demasiado chico para vos, el qué chiquito que lo tenés, el no tenés pelos en el sobaco, el cuándo me va a salir la huasca, el a vos las minas no te dan bola porque les gustan los machos, el si te llevás otra materia te cago a palos, el yo a tu edad no lloraba por esas cosas, el todavía te gustan los autitos, inició otra vez la pelea con la determinación del combatiente que sabe que tras la derrota ya no hay nada, sólo la muerte.

viernes, 31 de julio de 2009

el precio de la conciencia

¿Cuál es el precio de la conciencia? Ver, animarse a ver. Ver afuera, pero adentro sobre todo. O mejor, ver desde dentro, desde uno mismo el afuera, la realidad toda. Ver desde la singularísima posición que cada uno es. Experimentar. A eso llamo conciencia; a ser uno mismo en ese ver, en ese experimentar.

Ahora me pregunto ¿cuál es el precio de la conciencia?

El árbol es árbol y no lo sabe. Su crecimiento sigue las órdenes de milenios y milenios de evolución. El árbol es su especie y un par de cosas más, la incidencia de la luz, la cantidad de agua, esas cosas. Quizás, como dice Ken Wilber, el árbol tenga también una profundidad, una forma singular, única de experimentar el mundo. Algo que sólo se captara si uno fuera o se pusiese en el lugar del árbol. Pero ese no es el punto. El punto es que el ser humano sí tiene profundidad, su mundo se define por su perspectiva, por su situarse. Es por eso que no hay un mundo, sino tantos mundos como hombres. Esto no es ninguna novedad, lo dijeron un montón.

Desde que el hombre ha accedido al árbol del conocimiento o desde que ha robado el fuego, de acuerdo a qué mitología nos haga de marco (en este punto sería interesantísimo recorrer otras y descubrir este tema que se repite), tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente y parir con dolor. Desde que vemos, desde que sabemos, tenemos un precio para pagar. La conciencia no es gratis; se la hemos robado a los dioses.

¿Cuál es el precio de la conciencia?

Milenios de evolución conviven en mí; en mí está el organismo unicelular, los primeros seres vivos, el cerebro reptílico, el paleomamífero y el neocortex. En mí conviven instinto y libertad. En mí está la planta, que crece porque crece, pero también está esa otra parte, que se sabe creciendo, que lo ve desde afuera, que desea, que pregunta, que proyecta. En mí está la conciencia.

¿Cuál es el precio de la conciencia?

La conciencia no es gratuita; o pagamos la conciencia con la vida o pagamos la vida con conciencia. Algo así como: el ver (ese ver singularísimo, ese crear mi mundo, ese ser mi experiencia) se paga con la vida, nadie sale indemne. Aquél que ve no crece porque crece. Su crecer tiene un sentido, existe un ver que le hace de marco, que le exige, que le interroga. Los profetas lo saben, y la sabiduría popular también, "nadie es profeta en su tierra".

O la vida se paga con conciencia; alguno elige obviar el ver, resignarlo, mirar para otro lado. Ése no hace caso a la interrogación (porque sí, creo que siempre se ve, de algún modo, aunque sea en súbitos arranques de lucidez, brevísimos flashes de realidad) y crece. Crece porque crece. Como las plantas. Ése paga con la conciencia, la resigna en pos de lo que cree llamar la vida.

¿Cuál es el precio de la conciencia?

Yendo un poco más allá esta distinción se me presenta como demasiado escolar, demasiado escolástica. Conciencia o vida. Como todos los dualismos, se presenta útil para la categorización pero alejada de la vida. Falsa.

Profundizando, creo que no hay vida sin conciencia. Vida, vida humana, es aquella en que se crece por una decisión interna. Aquella donde algo, en ese crecer de las plantas, no se encuentra como en casa, algo está desajustado, un quejido sordo que se va gestando, un murmullo que crece hasta hacerse grito. Entonces la planta se hace hombre. Sabe quién es y no quiere negarlo.

El sudor de la frente, el parto con dolor, la desnudez de la vida misma son asumidas con cierto disfrute, con la frente en alto. El crecer es ahora una búsqueda, un intento constante (e insuficiente siempre, claro) por aunar vida y conciencia; la tarea de responder, no en forma discursiva, sino con la praxis ¿cuál es el precio de la conciencia?

domingo, 26 de julio de 2009

agua

¿Qué sos?, escritor.

Un frío le recorrió por dentro, un retraimiento del cuerpo ante lo repulsivo. Escritor, pensó. Tanto venir esquivando ser ingeniero, o abogado o administrador de empresas. Tanta energía en gambetear esa fijación que veía como un desterrarse a sí mismo, para terminar diciendo: escritor. Escritor, vuelo a París (o barco mejor, pero eso hubiese sido en otra época), noches de desvelo, alcohol hasta la borrachera, vivir al límite, siempre con las últimas monedas, ningún trabajo fijo, por supuesto, sólo el ambiguo "escribo", y súbitos ataques de creatividad febril, páginas y páginas en cualquier lado, en el subte, en el baño, en la fila del banco. Si algún analista le hubiera pedido una asociacón libre con la palabra escritor, todas esas ideas hubieran aparecido en su mente. Escritor pensó, ¡qué flor de polotudo! se rió y la imagen en el espejo se lo confirmó: el pelo inflado, los anteojos exageradamente inclinados hacia un lado, el buzo de rugbier que le iba corto. Escritor, rugbier, pensó divertido. Los rótulos agazapados tras cualquier puerta, tras cualquier esquina, conspirando con la fijación, la permanencia, la difinición y ese tipo de palabras con mayúsculas. Recordó las palabras de Isabel a Elena, no creas en las palabras que te ponen los otros, y lo sorprendieron con su simplicidad, con su justeza.
De chico había querido ser astronauta, soldado, semidiós, poeta, político, santo y mil cosas más. De algún modo, en secreto, siempre en el más hermético secreto, se había sabido capaz de esas proezas. Una certeza tenía dentro: él sería distinto. Desmarcarse, romper el molde. Y había también una suerte de reconocimiento, de podio al final de la carrera. ¿Por qué todo eso? pensaba ahora. Algún mecanismo de defensa, un niño que intenta preservarse en un mundo hostil intentando acceder a algún tipo de unidad, un decir-se éste soy yo. Todo eso pensaba mientras se descubría en el espejo cariñosamente pelotudo. Escritor, ja.


Los días ahora se le iban en el ejercicio de soltar. Deshacerse de todo eso, rugbier, escritor, nombres, cosas que había ido acumulando con el tiempo, cosas que habían ido adquiriendo el derecho de nombrarlo. Llegó un momento en que él decía alguna de esas palabras, alguna de esas cosas, y el otro (el interlocutor, el que fuera) se tranquilizaba, como un naúfrago que llegara a tierra firme, ahora está en suelo sólido, ahora sabe. El interlocutor terminaba el cuadro con pinceladas que él miraba desde fuera, sintiéndose ajeno: un poco de color por aquí, otro por acullá y la escena completa, la impresión final. El interlocutor se regocijaba en su obra con la satisfacción de lo completo, con la seguridad de lo acabado. Él miraba entre sorprendido y divertido el producto de la imaginación del otro.
Todo esto maquinaba mientras comenzaba a llover otra vez. Puta lluvía se dijo. Puta lluvia ahora que apareció esa gotera que hasta ayer no estaba. Puta lluvia ahora que se hundió un poco más el pozo en el jardín. Puta lluvia y también bajo toda la lluvia del mundo, el título de ese libro de cuentos de ése que por ser todo era nada (y era él entonces). Genial, pensó, bajo toda la lluvia del mundo. Una lástima, si la hubiera descubierto antes a esa frase quizás sería suya, se decía en esa estúpida lógica de que las palabras se acaban, de que le pertenecen a alguien. Pero se dió cuenta del error, bajo toda la lluvia del mundo estaba ahí, antes de ese libro de cuentos, antes de ese escritor, antes de las palabras. Mejor agarro la campera y salgo a hacer cualquier cosa, decidió repasando los asuntos pendientes como quien busca una excusa: las compras, mandar ese fax, buscar esos papeles. Infinidad de tareas pendientes, indispensables e ínfimas. Salgo mejor, y toda la lluvia del mundo sobre mí, corriendo por mi campera, ingresando por el cuello, por las mangas, empapando las zapatillas, las medias de lana, el pantalón, el buzo corto de rugbier, la remera, los calzones, todo ensopado. La lluvia sobre su piel, entrando por sus poros, por todos sus orificios, llegándole dentro, inundándolo hasta que todo es agua: adentro, afuera, el escritor, el rugbier y entonces se acaban las distinciones, todos flotan, el soldado, el santo, el podio, el cuadro. Agua y más agua, toda la lluvia del mundo.

en el sitio exacto

No sabe si habrá sido la calidez de la comida casera, el calor del fuego o la madurez de poder decirse te quiero con los ojos, con los gestos, con las manos. El hecho es que la pasó muy bien. Al final, casi al unísono, se dijeron que se repita.
Algo así como tomar el camino más largo a casa, pensaba, dar un gran rodeo para llegar hasta aquí cerquita. Estuvieron siempre ahí, al alcance de la mano, pero hoy se encontraron otra vez, después de algunas vueltas de más.
Seguía pensando, quizás fuera una forma de la Naturaleza para asegurar la diversidad de la especie (el hecho de salir, encontrar amores lejos de la guarida), tal vez una necesidad de mortalizar a los padres (matar todo lo que oliera a ellos), también habría algo de metafísica occidental, por qué no, pensaba, esa sensación de que lo auténtico, lo real, lo verdadero, está un paso más allá, al final del camino, tras esa puerta, en ese otro lugar (o lugar otro, si quieren). Sensación hija no de una fe en la solidez de esa suerte de cielo laico sino en la conciencia de la falta de densidad de este mundo de aquí y ahora.
Pero en ese momento, no sabe por qué, y tampoco le importó averiguarlo, experimentaba la sensación de que sus huellas acogían la dimensión justa del tamaño de sus zapatos. Se encontraba a sus anchas en el sitio exacto que delimitaba su pisada.

lunes, 20 de julio de 2009

esperar

Día helado de julio. Sede de algún organismo administrativo -pirámide de papeles y carpetas y fichas húmedas escritas a máquina que conforma el fundamento de aquello en apariencia tan sólido que usamos llamar Estado. Cola sobre la calle. Viento que se cuela hasta las huesos a pesar de las varias capas de abrigo. Una hora de espera. Dos horas. Tres horas. Hace media hora que estoy ocupando la misma baldosa, aún en la calle, a siete u ocho personas de poder entrar al edificio, para acceder al privilegio de ser depositario de un número y comenzar el trámite de veras.
Con los circunstanciales compañeros de fila compartimos ya ciertos guiños de complicidad; ningún diálogo franco más bien un correcto ¿me decís la hora? o un amigable parece que echamos raíces acá. Cosas por el estilo.
De vez en vez se acerca algún desconocido, un extraño a la comunidad de los esperantes: ¿para el pasaporte?, sí, esta fila, lo instruimos con la generosidad del que inicia a un neófito. Alguno rompe nuestras seguridades, para el certificado de buena conducta, ni idea, respondemos perplejos, pero esa cola de ahí es para informes. Allí te van a saber decir. El desconcierto y la reverencia que inspira esta incomensurable mole burocrática nos une en una suerte de solidaridad.
Se acerca una mujer. Algo en mí se alerta. No pertenece los nuestros me digo. Algo en ella me dice que no espera, no es de la comunidad de los esperantes. Me mira, duda, se arrima al muchacho que está delante. No lo mira a la cara, más bien aproxima su hombro y mirando a lo lejos inicia un diálogo en susurros. ¿Estás hace mucho?, hace dos horas y media, desde las ocho, y... decíme, suponéte que alguien te da unos pesos, no sé, cincuenta pesos ponéle ¿no le dejarías tu lugar en la cola?
Me intereso en la conversación. El muchacho está perplejo. Como si lo hubieran descubierto con las manos en la masa. Mira hacia un lado y otro. La señora insiste. Es sólo una persona. Te doy cincuenta pesos. Igual, yo me tenía que ir. A la una entro al trabajo. Ya son las once y pico. Ya no llego. Me tengo que ir igual. La señora entiende el incómodo sí disfrazado. Dale, quedamos así. Esperáme un poquito y nos vamos para allá y te doy lo que es tuyo. Él se queda en la cola. Dice señalando a un nuevo personaje.
Recién en ese entonces me doy cuenta que durante la conversación se ha acercado un pibe; veintipico de años, pelo corto con gomina o algo que lo mantiene en una rigidez calculadamente artificial, remera plateada con alguna inscripción en italiano, zapatillas de moda y campera ajustada, más estética que eficaz. Todo el conjunto adornado con una nariz prominente y una notable cara de boludo. Boludo-vestido-de-boliche-un-lunes-por-la-mañana, inaugura otra categoría de boludos, pienso. Se une al grupo en silencio y con aire de complicidad.
El-muchacho-que-ha-aceptado-el-ofrecimiento, el traidor, ha cambiado su actitud: se mueve inquieto, esquiva la mirada de los compañeros, consulta el celular con una regularidad innecesaria. La señora, en cambio, mira descaradamente a la gente con la actitud impostadamente honrada de quien tiene algo que esconder. Algunos tienen la fastidiosa capacidad de, a pura voluntad, gambetear la realidad una y otra vez, si el rey está vestido, parece afirmar. Su altanería, o este frío y esta espera que ya son insostenibles, me quitan la paciencia. Encuentro sus ojos, sé de tu acción, le digo con los míos. Ella sostiene la mirada y casi con naturalidad pregunta ¿no te molesta, no? Miento. En realidad no es una pregunta. Es de aquellas preguntas que se llaman retóricas por el hecho de afirmar algo como sin querer. Le respondo con los ojos primero, con las palabras después, sí, me molesta. Pero ¿por qué? Si para vos es lo mismo. Su tono tiene algo que me irrita, algo que me rebela, una pretensión de cambiar mi percepción de la realidad, quizás una de las últimas cosas que me quedan en esta puta mañana de invierno. No quieras quitarme este fastidio por esta cola de mierda y este frío mal parido que se me ha subido a todos los huesos del cuerpo desde la planta de los pies. Me molesta porque estoy haciendo esta cola hace tres horas, respondo en un esfuerzo por contener el insulto. Ella no se deja vencer así nomás: Pero para vos es lo mismo, él se va así que no vas a tener una persona más delante. Además ¿qué sabés? Yo le podría haber pedido que me haga la cola. Podría ser ser un familiar... o un empleado. Esta mujer sabe cómo hacerme engranar. Podría haber dicho mil cosas pero ¡justo esa! Por su ropa, por su forma de hablar y por todo eso que hace de presentación de alguien antes que lo conozcamos, el muchacho claramente es de otro clase social. No pertenece a aquellos que pueden pagar cincuenta pesos para evitar una espera. Es de aquellos que perderían otra mañana, que se pedírían otro día en la fábrica o en el taller por cincuenta pesos. Ella dijo todo eso en esa última palabra. Ella dijo: tengo plata por lo tanto tengo derecho. Todo eso dijo y justamente eso me hiere, me da justo ahí, donde me enfurece. Y ella lo sabe. Y ella lo busca. Pero sabemos todos que le acabás de ofrecer cincuenta pesos, denuncio convenientemente alto como para que los compañeros se den por enterados.
Y entonces, el momento crítico, el instante crucial, una de esas encrucijadas donde se tejen nuestros destinos, donde se deciden las vastas extensiones de tiempo que ocupan el espacio restante de nuestras vidas. ¡¿Pero qué te pasa?! ¡¿Qué sabés?! ¡sos un pelotudo! interviene prepotente el boludo-vestido-de-boliche.




Me doy vuelta. Lo miro a los ojos. Todo mi ser es una reacción violenta. Todo yo me contengo en un puño cerrado. Milímetros antes de dejar salir el impulso, un segundo antes de explotar: lo pienso. Y si lo pienso ya está, cagué. Por un pacifismo casi militante, por una tendencia a darle dos o tres vueltas a las cosas en el marote antes de ejecutarlas, por una historia de resultados desfavorables en mis rounds pugilísticos cuando decidí hacer justicia a las piñas o por algunos de esos inescrutables vericuetos del ambiente de crianza, de las elecciones libres, de la historia personal o de aquello que conforme mi personalidad, tiendo a poner la otra mejilla. O más exactamente: a recibir un segundo bife (en la misma mejilla o en la otra, no importa) mientras pienso cómo responder, qué estará queriendo el otro, si de veras me agrede a mí o alguna sombra suya, si conviene actuar así o asá, etcétera. Así como otros tantos segundos cruciales, éste modificó mi futuro. Habláme bien que yo no te falté el respeto, arrojé con una conveniente dosis de amenaza en el tono. Lo que sigue es insustancial en relación a este instante: la fila comenzó a inquietarse. La señora se trenzó con el señor de atrás. El boludo comenzó a amenazar a las chicas lindas que cerraron la discusión con un lapidario sos un ignorante. El tiempo apaciguó los ánimos. Finalmente entramos al edificio. Los números nos fueron concedidos como una gracia. Quinientos cuarenta y cinco para mí. Quinientos cuarenta y cuatro para el boludo-vestido-de-boliche-un-lunes-por-la-mañana.


Dos horas más tarde, frente a uno de los múltiples escritorios de esa colmena estatal, una esperanza de reivindicación, de justicia cósmica, nos iluminó a los esperantes. En el escritorio, la señora descarada y el pibe-pura-nariz sostenían una discusión con una administrativa y su supervisor. No, señora, sin el DNI o la constancia no puede hacer el trámite, por más que ya tenga el pasaje sacado ya. Es imposible. La fila y yo paramos la oreja, atentos espectadores de un forcejeo dialéctico. La señora arremetía seductora primero, amenazante después, seductora otra vez. La administrativa y su supervisor contaban con una tribuna completa de su lado. Con nuestras miradas le transmitíamos nuestro apoyo, le comunicábamos nuestra fuerza. Eran los espartanos intentando detener el ejército asirio, los esclavos que se rebelan contra años de sometimiento, los sin voz que se levantan con la última e insospechada fuerza de su dignidad. Nos miramos con las chicas lindas, si no puede sacarlo dios existe. El mundo va a ser más habitable, decimos medio en chiste y medio en serio. Sonreímos. Seguimos el desenlace de la contienda: los ataques, las defensas, los contra ataques. Finalmente, el ejército administrativo cede: está bien. Son la derrota en persona. Nos miramos los de la fila, no hacen faltan las palabras.


Dios debe estar en cosas más importantes
, intento consolarme mientras espero (con el papelito con mis datos, el DNI y el comprobante en la mano derecha y la resignación dentro) que alguna voz llame al quinientos cuarenta y cinco y por fin, alguna vez, sea mi hora.

viernes, 17 de julio de 2009

descubrimientos de un martes como cualquier otro

Hoy, una mañana cualquiera de martes, descubrí tres cosas; en primer lugar, descubrí una nueva manera de hacer una tortilla. En rigor la receta la descubrí ayer, cuando me abuela me la pasó. Lo que descubrí hoy, con respecto a la tortilla, es que la puedo hacer yo. Este receta tiene tres ventajas fundamentales con respecto a la tortilla de papa tradicional: economía de esfuerzo, economía de huevos y economía de fritangas. Es porque la papa, el ingrediente básico, claro, en este caso no se fríe antes, sino que se ralla, como si fuera zanahoria. Se le agregan algunas otras cositas que haya como, cebolla, ajo, zanahoria, zapallito -todo convenientemente rallado, salvo la cebolla, que se pica bien pequeña- y se condimenta a gusto. A todo esto se le agrega un solo huevo. Un huevo para toda la mezcla, no uno por tortilla. Sale mejor si la sartén se pone sobre un disipador de calor -el clásico tostador es ideal- para que la papa haga tiempo a cocinarse.
Con el plato en la mano aconteció el segundo descubrimiento: hay un sitio en mi casa, cerca de la ventana donde están las macetas con albahacas y oréganos, que, a esa hora exacta de ese preciso día, se puede tomar un baño de sol sentado en la mecedora mientras, por ejemplo, se degusta una exquisita tortilla de papa con que uno mismo se ha sorprendido (a sí mismo, claro).
Con el sol en la cara, el plato en la mano y los pies sobre una silla de paja que oficiaba de posapiés el tercer descubrimiento tuvo lugar: la radio que estaba escuchando no había tenido ni una sólo interrupción comercial, noticiosa o de cualquier otra índole. Sólo música, de la buena, y un locutor que una vez, sólo una en todo el proceso de picar la cebolla, rallar la papa, rallar la zanahoria, rallar el zapallito, romper el huevo, salpimentar todo a gusto, cocinarlo en la sartén sobre la tostadora, descubrir el lugar exacto donde tomar un baño de sol y entonces, sólo entonces, transmite LR 710, con voz de locutor de fm de música clásica.
Un martes como cualquiera me dispuse a salir al mundo y, mientras pedaleaba, pensé en esos libritos de metafísica, en eso de que el cambio lo hace uno, que si cambia la actitud interior cambia el ambiente y todo eso. Con una sonrisa condescendiente, como del que descree de las soluciones finales, de los alfas y omegas discursivos, seguí pedaleando a un ritmo armónicamente ininterrumpido.

nota: en algún texto de Suzuki, creo, decía "la perfección está en cortar leña y acarrear agua". Creo. No sé, te lo dejo picando, como quien no quiere la cosa.