Es verdad que existen innumerables senderos e innumerables puentes e innumerables semidioses que quieren conducirte a través del río; pero el precio que te han de pedir será el sacrificio de ti mismo.
F. Nietzsche en Consideraciones intempestivas: Schopenhauer, educador
A veces las muelas duelen. También los ovarios, los pies y el amor propio. Duele y ese punto dolor –el que sea- como un agujero negro comienza a tragarse la materia a su alcance. Como si le sacáramos el tapón a la bañadera de la existencia y se formara un remolino por donde se nos fuera el agua de la –nuestra- realidad. Duele y como un compuesto cáustico va minando la solidez de lo-hasta-recién-tan-firme.
Y uno le presenta batalla, porque no es cosa de que en el dos mil y pico un dolor de muelas –o de ovarios, o de pies, o de amor propio- nos complique la vida impidiéndonos trabajar o ir al banco o llevar los chicos a la escuela o cualquier otra forma de salir a ordenar el mundo como si se tratara de frascos en alguna alacena. Es que uno ha tomado sus recaudos: está al día con la prepaga, se cepilla bien los dientes después de cada comida, piensa en positivo y no le hace mal a nadie, vive y deja vivir.
Todo esto pensamos, o al menos lo intuimos, borroso, porque este dolor puto no nos deja pensar con claridad. Bajamos a la farmacia por ibuprofeno cinco mil, el más fuerte que tenga por favor, o cualquier otra pastilla o conjuro disponible en plaza que nos prometa el orden perdido. Poner otra vez los frascos en fila, cada uno con su etiqueta –yerba, azúcar, polenta, bien, mal-, cada uno en su lugar.
Entonces el dolor pasa, y por un rato jugamos otra vez a los frascos y a las etiquetas; pero más tarde, en alguna esquina de la realidad –en el banco, en la cola del supermercado, en la escuela, en el hotel alojamiento, en el consultorio del psicoanalista o cualquier otra sala de espera de uno mismo- el puto dolor vuelve. Vuelve a pesar de dos mil años de conceptos –etiquetas-, moral y ciencia. A pesar del tratamiento de conducto y las pastillas sublinguales. Como un agujero negro vuelve. Como un pícaro que nos confundiera las etiquetas: azúcar por sal y escupir irritados el café con leche, salado.
No hay nada que hacer, pedimos disculpas, a los otros -a nuestro jefe, a nuestro amante, a nuestros chicos- pero sobre todo a nosotros mismos y faltamos a nuestra cita con los frascos y la alacena. Nos quedamos solos con el agujero negro que ha empezado a devorarnos la escenografía otra vez. Al final quedamos sentados desnudos sobre la losa fría de la bañadera, porque el agua se ha ido por el agujero negro. Entonces descubrimos que hay un espacio, un pedazo de pampa desierta aún, como olor a libro nuevo. Y podemos entrar en él y estar, estar nada más, eximidos por este puto dolor de todo hacer, de todo ordenar frascos. Quedamos solos con esa persona, extraña ya, que de lunes a lunes se viste, se peina, se perfuma y sale al mundo a ordenarlo. Y sin querer algo se nos cuela dentro, en ese espacio abierto, algo que se siente muy pero muy bien, como el aire fresco luego de llover, como la alegría de ser quien se es.