Poomerang miraba porque buscaba una jugada que había visto años atrás en televisión. A su entender, fue tan hermosa que no podía haber desaparecido para siempre, seguro que tenía que rondar por todos los campos del mundo, y él estaba esperándola, allí, en aquel campo de críos. Se había informado sobre los campos de fútbol que existían en el mundo —un millón ochocientos cuatro— y era del todo consciente de que las posibilidades de que acaeciera precisamente allí eran mínimas. Pero, basándose en un cálculo efectuado por Gould, no eran en todo caso menores a las que hay de nacer mudo. En consecuencia, Poomerang la esperaba. Para ser exactos, la jugada era la siguiente: pase largo del portero, el delantero salta en la línea del área y centra de cabeza, el portero contrario sale del área pequeña y le da una patada al vuelo, el balón vuela hacia atrás más allá del centro del campo, pasa por encima de todos los jugadores, bota en el límite del área, sobrepasa al portero estupefacto y se cuela rozando el poste. Desde un punto de vista exquisitamente futbolístico, se trataba de una rareza deplorable. Pero Poomerang sostenía que desde el aspecto puramente estético pocas veces había visto algo más armónico y elegante. «Era como si todo hubiera ido a parar al interior de una pecera —no decía, tratando de explicarse—, como si todo se moviera entre dos aguas, dulce y lentamente, con el balón nadando en el aire, sin prisas, y con los jugadores convertidos en peces, mirando hacia arriba con la boca abierta, rotando todos a la vez a derecha e izquierda, absortos y perdidos, el portero con las branquias completamente abiertas mientras el balón lo sobrepasaba, y al final la red de un pescador astuto, recogiendo el pez balón y los ojos de todos, pesca milagrosa en el más absoluto silencio de profundidad abisal en una planicie de algas verdes con rayas blancas pintadas por un buzo geómetra.» Era el minuto dieciséis de la segundaparte. El partido acabó dos a cero.
alessandro baricco, city
domingo, 26 de febrero de 2012
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